Sam

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Estaba fuera de mí misma, no daba crédito a lo que oía. Miré alrededor, a cualquier lado menos a los ojos del doctor que insistía en conseguir mi atención.
Mi mamá se cayó por las escaleras―. le repetí por tercera vez.
Me dirigía a él en un tono calmo aunque, dentro de mi cabeza, se sentía como si le estuviese gritando. Suspiró y me invitó a tomar asiento. Me quedé donde estaba. Su oficina olía a consultorio de dentista, una mezcla de olor a medicamentos con una extraña fragancia de limpiador para piso.
Sé que es difícil... ¿Livila? ¿Cierto?
Asentí con los labios ligeramente fruncidos.
Le hicimos algunos estudios a tu madre...
No vine aquí a que me dé una clase de medicina, Doctor... lo que sea―. respondí, visiblemente molesta.
Creo que necesitas descansar, podemos hablar más tarde. Puedes pedirle a la secretaria...
Antes de que terminase de hablar, yo ya estaba caminando por el pasillo de vuelta a la habitación de mi madre. Había azotado la puerta al salir.

Las gotas de lluvia golpeaban copiosamente la ventana siguiendo un ritmo regular y constante. Giré en la cama. La transparencia de las cortinas dejaba ver que afuera estaba bastante oscuro. Entrecerré los ojos para enfocar los números brillantes del reloj digital que había sobre mi mesa de noche, pero sólo conseguí ver un manchón rojizo. Me restregué los ojos con una mano, mientras con la otra buscaba a tientas el interruptor del velador. Oí tres golpes secos sobre la puerta. Me senté lentamente en la cama. Me encogí casi hasta darme las rodillas contra la pera. Dos golpes más, el tercero débil, casi sordo. Caminé en puntillas hasta la puerta y me acerqué tratando de escuchar algo más. Oí una respiración entre agitada y dificultosa. Un cuarto golpe, casi salté hacía atrás. Giré la llave, produciendo un chillido agudo, y abrí apenas una rendija. El aire frío envolvió mis piernas desnudas, llevaba un pantalón corto color morado y una remera de tiritas finas. Levanté la vista siguiendo la línea de luz que provenía del pasillo hasta encontrarme con la cara de un muchacho. Era corpulento, algo tosco. Tenía ojos verdes y algunos mechones de pelo mojado le caían sobre la frente. Me devolvió la mirada justo antes de tambalearse peligrosamente.

No sé qué locura se me cruzó por la cabeza para abrir la puerta en medio de la noche sólo porque alguien había llamado a ella. Lo siguiente que supe fue que mis manos trataban torpemente de sostener al chico por los hombros para que no se cayera. Yo era una persona con mucho sentido común, abrirle la puerta a un desconocido en medio de la noche era todo lo contrario a eso. Traté de guiarlo hasta la silla que tenía más cerca y vi como caía pesadamente sobre ella. Balbuceó algo que no llegué a entender, tal vez un 'gracias', y se llevó ambas manos al rostro cubriéndose los ojos. Retrocedí para cerrar la puerta y lo miré por encima de mi hombro.
―¿Estás bien?
No era consciente de lo raro que era lo que estaba sucediendo hasta que, instintivamente, giré hacia el reloj: 22.15. Volví mi mirada al muchacho, estaba sudando a mares y se lo veía bastante pálido. Tal vez, estaba siendo paranoica. Quizá, todo era una feliz coincidencia y era un tipo al que se le había reventado un neumático en medio de la tormenta, había pasado un mal rato, le había bajado la presión y había terminado... en mi puerta. Nos miramos por un rato, aún no me había respondido.
―Sí, sí, estoy... estoy bien. 
Me acerqué hasta la modesta mesa que había a un costado del cuarto y le serví un vaso con agua.
―Ten.

Me quedé mirándolo mientras bebía. Mi mirada, quizá más inquisidora de lo que hubiese querido, lo sacó de su ensimismamiento. Si yo estuviese en su situación, me sentiría en la obligación de dar una explicación. Me aclaré la garganta para llamar su atención.
―Lo siento mucho, estaba sólo en la habitación de junto. Mi hermano no está... No era mi intención molestarte. ―Se levantó. ―Fuiste muy amable. Lo... lo siento.
Balbuceó todo eso bastante rápido, mitad nervioso, mitad avergonzado.
―Está bien. Le puede pasar a cualquiera, creo.―. dije, poco convencida.
No, no le puede pasar a cualquiera. No es algo que yo haría. Colarse en la habitación de junto de un motel. Vaya idea.
―Soy Sam.
Tragué saliva.
―Livila. ―Rocé el cabello que caía por el costado de mi frente.
―Un placer, Livila. Extraño nombre por cierto.

Fruncí las cejas, eso me decían siempre. Se generó un silencio incómodo que ninguno de los dos supo cómo llenar. Me moví hacia la puerta deseosa de ponerle fin a la inesperada visita.
―Supongo que...
―Sí, debería irme. Escucha...
Mi mano estaba roznado el picaporte cuando Sam llamó mi atención e hizo que me volviese hacia él. Agitó rápidamente algo que traía en la mano y me salpicó el rostro con agua. Me hice a un lado mientras me secaba los ojos con la palma de las manos.
―¿Qué demonios...
―Lo siento, lo siento. Es sólo agua. Yo... tengo que irme. Gracias por tu amabilidad. ―Alcanzó la puerta en dos zancadas y salió al pasillo rápidamente.
Lo seguí mientras me pasaba la mano por los ojos aún mojados y me quedé mirando cómo se iba.
―¡Espera!
―Lo siento―. gritó a lo lejos.

Me crucé de brazos, visiblemente confundida, en un intento vano por protegerme del frío. Eché un vistazo alrededor. El resplandor de las farolas del estacionamiento hacía que cada auto proyectase una sombra siniestra sobre el pavimento. Me metí de vuelta a la habitación y cerré la puerta con llave. Ya en la cama, me quedé sentada mirando mis pies descalzos sobre el piso de madera. 
―22.15―. dije en voz alta.
¿Y si no había sido una coincidencia? ¿Y si el tipo de la cafetería sabía sobre mí y había mandado a ese chico a investigarme? Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.

NómadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora