Capítulo 6

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Meg salió a Lexintong Avenue por la puerta de los artistas, cargada de adrenalina y con la cabeza alta. Caminó hacia el sur entre la muchedumbre de la hora punta, dejando atrás el lugar en el que había estado cinco años esperando su promesa de futuro, giró mecánicamente por la 23th, mirando sin ver el gran toldo amarillo cutre de Mike's Papaya, anunciando sus pizzas baratas.

Su cabeza no dejaba de cavilar, repasaba la situación, lo que había hecho, la posición de Mary Jane, su futuro inmediato, en la calle, sin ahorros, a principios de mes...

Se sentía orgullosa de sus actos. Menudo puñetazo le había atizado, todavía le dolía la mano. A ver quién era el guapo que se metía con ella ahora. Y era el primero, con un poquito de entrenamiento... Esta tarde, durante el descanso, llamaría a Mary Jane. Si no le cogía el teléfono, le mandaría un mensaje contándole lo que había ocurrido y diciéndole que no se dejase acosar más por semejante individuo. Ahora ya no la podía echar a la calle. Y respecto a su situación financiera, Pedro estaba a punto de firmar un buen contrato, seguro que podría pedir un anticipo. Así, ella tendría tiempo de buscar un trabajo a la altura de sus estudios. Volvería a la escuela para hablar con el responsable de la colocación. Con su finiquito tendrían para aguantar unos meses, llevaba casi cinco años trabajando y no había tomado más de unos días de vacaciones tres años atrás para ir a San Francisco a ver a sus abuelos.

¡El finiquito! No lo había mirado.

Un fuerte pitido la apartó de sus pensamientos.

—¡Mira por dónde vas! —gritó un gigante taxista de color, encajonado detrás de su volante, sacando un enorme brazo moreno por la ventanilla de su coche amarillo.

Sus pasos la habían llevado a Madison Square Park, por la entrada de Broadway, en la esquina del Flatiron. Y estaba cruzando sin mirar. Pero, ¡qué demonios! Estaba en el paso de peatones.

—¡Idiota! ¡A ver si aprendes a conducir! Bájate si te atreves —contestó en el mismo tono, levantando el puño, envalentonada con su primera hazaña.

El taxista volvió a pitar alzando su descomunal brazo en un gesto obsceno mientras se alejaba tranquilamente por Broadway.

—Cobarde —masculló Meg entrando en el pequeño parque.

Avanzó unos metros por los impolutos adoquines de los caminos, adentrándose en el frescor del jardín y se sentó en un banco frente a la fuente, dándole la espalda al presidente Chester Alan Arthur plantado en su pedestal de granito. Al fin sacó la carta de su bolso.

Miró un instante cómo las gotas del chorro rizaban la superficie del agua al caer, retrasando el desagradable momento de verificar un mal presentimiento. Respiró hondo y la abrió.

—¡Mierda, qué hijo de puta! —exclamó al ver el talón de trescientos dólares—, aquí falta al menos un cero, te voy a...

La invadió una rabia descontrolada, estuvo a punto de desandar el camino y darle su merecido con un segundo puñetazo en el otro ojo. Pero la sensatez fue más fuerte y se tranquilizó. No podía hacer nada, o tragaba o se enfrentaba a la empresa ante los tribunales. Esto significaba mucho dinero y referencias negativas. Por lo menos estaba al día en todos sus gastos, la semana pasada cuando había cobrado su salario, le había dado a Pedro el dinero del mes para el alquiler y las compras. Pedro se ocupaba de la parte financiera, tenía más tiempo que ella, se quedaba todo el día escribiendo en el pequeño piso o iba al gimnasio, o al cine buscando la inspiración. Las compras las hacía en el drugstore de la esquina. Salvo los sábados en que ella libraba por la tarde y se iban al centro comercial. En metro.

Después de un largo momento buscando paz y tranquilidad entre los delicados parterres floridos del parque, decidió volver a casa para hacer lo que había dejado pendiente esta mañana por culpa del trabajo: darle su merecido a Pedro. De pronto le apetecía mucho. ¡Muchísimo! Seguro que eran efectos secundarios de la adrenalina, sumados al recuerdo del cuerpo desnudo y moreno de Pedro entre las sábanas. Sentía cierto dolor placentero sólo con pensar en ello. No más sufrimientos por hoy, había que cambiarse las ideas con algo positivo...

Sacó el móvil para llamarlo. ¡No! Mejor darle una sorpresa. No le apetecía tener que contarle por teléfono lo que había pasado.


Y Azul - La extraña historia de Meg SandersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora