Capítulo 7

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Meg terminó de bajar las escaleras metálicas del metro aéreo con una repentina punzada de inquietud indefinida. Su agudizada intuición femenina se había puesto en marcha nada más pisar la bulliciosa calle del Bronx, y no tenía ninguna duda de que la cosa iba con Pedro. Lo sentía por dentro. Tal vez no se había parado a pensar en su reacción. ¿Cómo se tomaría que la hubiesen despedido? ¿Le podía contar que su jefe la acosaba desde hacía tiempo? ¿Se enfadaría porque ya no tenían la seguridad de su sueldo? Tal vez se asustaría por el puñetazo o por las consecuencias que ese gesto pudiese desencadenar.

Miró al pasar las mesas rojas del Kennedy's Chicken & Pizza y su menú barato, donde solían comer enamorados los días en que no le había dado tiempo a comprar la cena porque había escrito mucho. ¡No! Pedro no era de esos, nunca se enfadaría por una cosa así.

Entonces, ¿de dónde provenía esa pequeña angustia que le estrechaba el corazón y le impedía deleitarse con anticipación de los momentos que iban a gozar juntos en cuanto llegase a casa? Seguramente un efecto secundario, consecuencia de los acontecimientos de esta mañana.

¡No tenía por qué sentirse culpable!

Limpió su mente y aceleró el paso para recorrer las cuatro manzanas que la separaban de su casa.

Ahora ya estaba acostumbrada, pero le había costado algún tiempo. Todo era muy parecido, manzanas enteras de edificios de ladrillo rojo oscuro, cada uno con su pequeño porche, sus cuatro o cinco escalones y su barandilla de hierro forjado. Los callejones oscuros que permitían llegar a los patios en los que colgaban las oxidadas escaleras de emergencia, y la misma gente por todas partes, en las aceras, las tiendas, los coches... La mejor manera era guiarse por los pintorescos comercios, primero pasar delante del colorido drugstore Issac Dely Grocery & Tobacco, girar a la derecha en la esquina de la siniestra casa de empeño J. K. Larry Jewelry Exchange, contar dos portales después de pasar D. D. Bakery y su dudosa bollería...

Y ya está. Había llegado a su destino. Sólo le quedaba subir los cuatro escalones de ladrillo y cemento, empujar el portal que siempre estaba abierto de día y subir los dos pisos por la crujiente escalera de madera pintada de marrón, ¿o era roña? Y allí estaría Pedr...

—Buenos días, señorita Sanders, ¿cómo está? Qué gusto verla entre semana. ¿Ya le han dado buenas noticias?

Meg miró a la sonrosada masa adiposa, sudorosa y mal afeitada que acababa de surgir a su lado, del otro lado de la barandilla de la escalera de acceso al edificio.

—Buenos días, señor Borkowski —contestó Meg esforzándose en interpretar las palabras del hombre.

Era el casero, o para ser más preciso, el que se ocupaba de la casa, del edificio entero, de su mantenimiento, limpieza —así estaba—, y de que se respetase el reglamento —su reglamento, que podía cambiar según el inquilino y el peloteo que le hiciesen—. Pero ella se llevaba bien con él desde el principio. Siempre se habían tratado con mucho respeto y Meg le daba su paga mensual: dos billetes de diez dólares encerrados en un bonito sobre de papel azul con su nombre escrito en letra cursiva. El señor Borkowski estaba encantado con este gesto, no era tanto por el dinero en sí, sino por la manera que ella tenía de hacerlo. No se lo daba como una limosna o un soborno, como otros. Se lo daba con mucha educación, como un presente, en un sobre azul. Le recordaba a cuando era pequeño, en Varsovia, cuando su abuela le entregaba el aguinaldo del nuevo año, también en un sobre azul de papel grueso y perfumado. Qué tiempos tan felices aquellos, aunque fuesen en la escasez de un régimen político totalitario. Más tarde emigraron, vinieron a reunirse con un supuesto tío y otros amigos de la familia que habían salido adelante en el país de las oportunidades. Y aquí estaba él, cuidando de los bienes de su supuesto tío, con un mísero sueldo, sin cobertura social, sin pelo y con al menos cincuenta kilos de sobrepeso, viviendo en el cochambroso entresuelo de un edificio descuidado. Nadie le había preguntado qué es lo que prefería; le había tocado.

—¿A qué buenas noticias se refiere? —preguntó Meg alisándose la camiseta a la altura de la tripa con la palma de la mano, pensando que tal vez el señor Borkowski creía que estaba embarazada.

—Lo de su trabajo. Pedro me ha dicho que no le diga que me lo ha dicho, pero yo sé que usted no es tonta y que al no pagar el alquiler él me lo tenía que contar, ¿verdad?

Meg se tuvo que agarrar a la barandilla para no caer. De qué narices le estaba hablando el señor Borkowski. Nunca le había visto bebido, ni siquiera alegre. Es verdad que no tenía un aspecto muy agradable, y que era un poco corto de luces, pero de ahí a divagar...

—¿Se encuentra bien señorita Sanders?

—Sí, gracias. ¿Me puede decir qué le ha contado exactamente Pedro?

—La verdad. Que tiene problemas en el traba...

—¿Pedro le ha contado eso?

—Sí, señorita Sanders, pero mi tío, es decir, el propietario, dice que tienen que procurar pagar algo o si no tendré que echarlos.

Meg no entendía cómo Pedro se podía haber enterado tan pronto de que la habían echado del trabajo. A lo mejor había llamado a la panadería para hablar con ella y se lo habían contado. Los empleados tenían la obligación de apagar sus teléfonos móviles y dejarlos en las taquillas durante las horas de trabajo. Si había alguna cosa importante, se podía llamar a la tienda, y según el grado de urgencia te avisaban o te daban el mensaje. Pero no entendía por qué había esperado hasta hoy para pagar el alquiler. Ella le había dado el dinero la semana pasada. Pedro estaba muy despistado desde que trabajaba en su nuevo guion, ahora mismo le diría que pagase el mes. No quería ponerse a mal con el casero y quedarse en la calle sin previo aviso. Qué vergüenza.

—Sólo estamos a principios, ahora mismo le digo a Pedro que le baje el alquiler del mes.

—Tendría que ser más —dijo el señor Borkowski con cara realmente afligida por la situación.

Meg se quedó desilusionada por la codicia del ser humano, el respetuoso señor Borkowski quería su pequeña comisión.

—¿Y cuánto quiere usted? —le pregunto directamente.

—Mi tío me ha dicho que con dos meses...

—¡Dos meses! —exclamó Meg ofuscada por la suma. Le iba a cobrar un mes de comisión por una semana de retraso.

Abrió la boca para replicar, y a lo mejor atizarle uno de sus nuevos puñetazos, pero el casero se anticipó amablemente:

—Es la mitad de la deuda, señorita Sanders, si no hacen un esfuerzo, yo ya no podré protegerla.

—¿La mitad de la deuda?, no lo entiendo...

—Es muy fácil, señorita Sanders, llevan tres meses sin pagar el alquiler y con éste que acaba de empezar, son cuatro.

El casero la miraba realmente preocupado, la señorita Meg pelo rojo, como la llamaba él para sí mismo, parecía muy afectada, estaba pálida y descompuesta. Le tenía mucho cariño, era la primera persona que le había tratado de igual a igual, con respeto y tal vez con cierto afecto; o así lo había querido ver él. Y llevaba casi cinco años haciéndolo, siempre con la misma amabilidad y siempre con unas palabras agradables, preguntándole cómo estaba, aunque se cruzasen en las escaleras o por la calle cuando ella iba con prisa.

—Si quiere, puedo prestarle mis ahorros, sólo tengo quinientos dólares, ya me los devolverá cuando pueda —le propuso más afligido que ella.

Meg lo miró detenidamente, como si lo viese por primera vez. Bajo esta capa de grasa sonrosada y sudorosa había un ángel dispuesto a sacrificar sus ahorros para ayudarla. Se sintió conmovida.

—Muchas gracias, señor Borkowski, se lo agradezco mucho, de verdad. Pero espero que todo esto se pueda solucionar en muy poco tiempo. Ahora mismo voy a hablar con Pedro y enseguida bajo a pagarle todo lo atrasado.

Meg soltó la barandilla que tenía agarrada con todas sus fuerzas, se giró hacia la entrada del edificio y terminó de subir mareada, los dos escalones que le faltaban.

—Señorita Sanders, ahora no debería...

—No se preocupe, señor Borkowski, voy a aclarar esto y enseguida bajo.

El casero miró cómo la puerta de entrada se cerraba con un ruido seco. Meg pelo rojo había desaparecido.

—Nunca llega tan pronto —murmuró sacudiendo la cabeza con impotencia.


Y Azul - La extraña historia de Meg SandersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora