Capítulo 8

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Adrián me toma del cuello de la camisa mientras entramos en mi departamento. Su cuello huele a rosas; su piel es fría, contrario a la mía, que se siente a punto de hacer ignición. Avanzamos por un largo pasillo con paredes blancas y puertas negras, cada una de las cuales da pie a una nueva habitación. Detesto la falta de privacidad de las estancias grandes y abiertas.

Llegamos de la mano a la pared del fondo y giramos hacia la derecha. Tres ventanas alargadas nos muestran un cuarto de luna, que parece sonreír al vernos y darnos su bendición. La noche es negra, pero llena de luz. Mi habitación blanca se torna ambarina al encender las lámparas, que dispersan sus rayos en suaves ondas y hacen que la luz llegue atenuada hasta las paredes, lo opuesto a que si fueran simples y burdos focos desnudos. En el cuarto hay solamente una cama de base negra, un escritorio de metal, una alfombra circular a dos tonos y un par de puertas en la parte lateral. Lo que impide que se vea vacía es el amplio ventanal, de techo a suelo, que cubre por completo la pared del fondo. A estas horas no es más que un manto negro, pero aquella es la ventana por la cual recibo el amanecer del bosque todos los días.

Me lanzo sobre las sábanas junto con Adrián, enredados en un abrazo del que nunca me quiero soltar. Sus piernas se aferran con fuerza a mi cintura, presionando nuestros cuerpos en un éxtasis.

Nos besamos y, sin mirar, nos quitamos la ropa.

La piel morena de sus hombros resplandece, tanto como el mismo sol que aún tardará en despertar.

Mis manos, tan blancas en comparación, se pierden en su entrepierna.

Sus gemidos saben a gloria.

Sus claros ojos en los míos. Sus cejas se elevan y su boca se abre ligeramente.

Estar dentro de él es como sumergirse en un océano, azul y cristalino.

Azul.

El aura azul prevalece.

De azul se pinta la mañana al día siguiente.

[...]

―¿Qué hay para desayunar? ―me pregunta Adrián. En mi estado, aún inconsciente, sólo alcanzo a darme la vuelta y cubrirme el rostro con la almohada―. ¡Despierta, hombre! ¿No tienes hambre?

Mi estómago ruge involuntariamente.

―Ahí está tu respuesta ―digo con la voz ahogada. Si me levanto será oficialmente un nuevo día, y no quiero. Quiero seguir durmiendo, para así alargar el recuerdo de la noche anterior, pero la luz del alba brilla con demasiada fuerza.

―¡Entonces levántate! ―Adrián se pone de pie sobre la cama. El cielo azul rodea su cuerpo desnudo, que ahora alcanzo a distinguir con total claridad, sin el cobijo de la oscuridad.

Admiro sus muslos grandes, los hoyuelos al final de su espalda, su abdomen plano y sus omóplatos prominentes. Lo miro de arriba abajo, repasando cada detalle para así fijarlo en mi memoria; él sabe que lo hago, así que a propósito se estira y suelta un tierno bostezo. Yo río tenuemente y me levanto.

Abrazo a Adrián por la espalda. Su cabeza llega a la altura de mis hombros. Él inclina el rostro ligeramente hacia arriba y cierra los ojos. Yo me hago hacia abajo y lo beso. Mis labios se sienten secos, pero no es por la resaca. Tenerlo cerca me ha salvado hasta de eso. Lo tomo por la cintura y comienzo a dibujar círculos con un dedo, muy cerca de su ombligo. Adrián se estremece y se separa de mí, sonriendo.

―Primero lo primero: ¿qué hay para desayunar?

Comemos pan tostado con mermelada de durazno y café de olla. Desde la cocina también se alcanzan a ver las copas de los árboles al otro lado del risco, y por los ventanales entra una suave brisa que inunda la casa con el aroma del bosque.

Nido de víborasWhere stories live. Discover now