Capítulo 2

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Tal como si fuera yo un profeta, mi profecía se cumple casi palabra por palabra. Mi candidatura es celebrada con pompa y alabanzas por parte de todos los miembros del Partido; aparentemente, yo soy el único que se cansa de todo este maremágnum político.

La única incertidumbre que queda es la de la "solución perfecta" de mi madre. Aunque ya sospecho de qué se trata, no sé en qué momento lo va a soltar, y eso es lo que en realidad me agobia. Procuro quedarme a solas con ella lo menos posible, para así aplazar lo inevitable.

Las oficinas del Partido están en un bellísimo edificio colonial en el centro del pueblo, convenientemente cerca del palacio municipal. Las altas bóvedas y los barrocos bordes de los balcones le dan un aspecto regio, magistral. Desde afuera parece un castillo en miniatura, siempre resguardado por dos policías armados hasta los dientes.

Bien dicen que el que nada debe, nada teme. Los miembros del Partido deben estar aterrorizados.

Felicia y yo bajamos las escaleras de piedra junto a Hernán y Josué, nuestros guardaespaldas. Jamás los he visto sin lentes oscuros; apuesto que hasta se bañan con ellos. Discretamente murmuran algo por sus auriculares, antes de adelantarse y abrir la puerta de una Hummer negra, completamente blindada y sin un ápice de buen gusto.

La horrible camioneta fue un regalo para mi madre, de parte de otra mujer que en su momento fue muy poderosa. Aún ahora lo sigue siendo, desde una suite de lujo en una prisión de la capital.

Entramos y me abruma el olor a humo. Felicia se acomoda el traje sastre y saca de su bolso Coach unos cigarrillos rubios, muy largos y muy delgados. Me extiende uno, pero yo niego con la cabeza.

―En serio que no entiendo cómo lidias tú con el estrés ―murmura ella, mientras observa el humo subir e impregnarse en el techo de la camioneta―. Yo no podría.

―Siempre puedo volverme alcohólico, ¿sabes? ―contesto, arrugando la nariz y mirando por la ventana polarizada.

―Ugh, no ―resopla Felicia―. Otro presidente alcohólico en tan poco tiempo sería de muy mal gusto, querido.

Observo de arriba abajo su chillante traje verde limón y dejo que mi silencio hable por mí.

La camioneta ruge al encenderse y comienza a avanzar, abriéndose paso por las calles empedradas del centro de la ciudad. Yo veo a la gente, pero ellos no me ven a mí. Lo que todos ven es una mole negra y ruidosa que tiene como objetivo intimidarlos: hacerlos creer que nosotros somos más y ellos son menos. Por si no fuera suficiente, dos patrullas nos escoltan, una por detrás y una al frente, reforzando aún más el hecho de que la ley sólo te cuida si eres alguien.

Veo a un par de niños corriendo por la descuidada banqueta, con sus zapatitos sucios y desgastados. Veo a un hombre sentado en una silla de madera, con toda la panza de fuera y dos caguamas vacías a un lado. Veo a una mujer que sale de una tienda y, angustiada, revisa su monedero de tela. Veo a dos hombres, recargados sobre un coche viejo frente a un taller mecánico, que la miran con lujuria mientras pasa y le sonríen como hienas. Veo a un anciano tirado sobre un montón de cajas de cartón, cubierto a duras penas por una cobija hecha jirones.

Veo gente sin futuro ni esperanza, cuya existencia algún día se verá reducida a sus actas de nacimiento y defunción. Los veo a ellos y veo a millones, esos que Buñuel alguna vez llamó los olvidados. Destinados a nacer y morir, y nada más.

―Entonces... ―la voz de Felicia llega hasta mis oídos como un taladro―. ¿Qué vas a ponerte en la noche? Yo ya tengo mi vestido desde hace como un mes, cuando fuimos a Nueva York.

Suspiro y aparto el rostro de la ventana, desvaneciendo mis pensamientos.

―Pues recuerdo que esa vez tú también compraste algo para mí, ¿o no? ―contesto, dándome cuenta de que parte de ese vestido probablemente lo pagó la mujer que hace unos momentos vi contando los centavos―. Me pondré eso, o lo que sea.

―Nada de "lo que sea", Carlos ―sentencia con su voz de reprimenda―. Hoy no. Hoy es demasiado importante para eso.

―Okey, okey... usaré el traje Hugo Boss. El gris.

―Así me gusta ―sonríe mi madre, dejando ver sus dientes amarillentos. Acto seguido, aplasta el cigarrillo en el cenicero que hay entre los asientos―. También deberías estrenar tu loción nueva. Voy a presentarte a alguien muy especial.

Mi estómago se hace un nudo y se encoje en lo más profundo de mis entrañas. El vacío me deja sin poder hablar durante un segundo.

―Oh... ya.

―¿Ya? ¿No quieres saber quién? ―insiste Felicia, visiblemente más emocionada que yo.

―No, sí, es sólo que... bueno, si es tan especial debería ser sorpresa, ¿no crees? ―digo, jugueteando con las manos sobre mi regazo. Han empezado a sudar.

―Excelente punto, mi niño ―ríe complacida, enfatizando sus palabras con un vigoroso apretón en mis cachetes―. Yo sé que te va a encantar.

Me zafo de sus garras y le dedico una sonrisa cansada. Vuelvo a posar la vista en la ventana, pero ya no veo gente, sólo árboles y maleza tupida: la carretera que sube hasta la casa de Felicia. La casa en la que crecí.

La veo y ya no siento lo que sentía cuando era niño. Veo sus cinco pisos alzarse sobre los árboles, como la sombra de una nube gigantesca, pero ya no siento el miedo que me causaba verla hacerse más grande mientras yo me hacía más pequeño. No siento ya la impotencia que me daba nunca poder contar sus ventanas sin equivocarme y volver a empezar. Las rejas negras que rodean la propiedad se abren, para dejar pasar a nuestra corta caravana.

Por suerte, hace mucho tiempo que yo dejé de llamar a este monstruo mi "hogar". Mi casa está en otra parte de la ciudad, una más lejana y menos boscosa, y también con muchos menos pisos. Pero la cena con los miembros del Partido no podía ser en otro lugar más que la mansión de Doña Felicia, y obviamente yo tengo que estar aquí para recibirlos a todos. A todos. Y eso sin contar a la "invitada sorpresa" de mi mamá, ni la desagradable fiesta más tarde en la casa del ex-gobernador.

La noche aún no empezaba, pero yo ya quería que llegara a su fin.

Nido de víborasWhere stories live. Discover now