Capítulo 3

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La puerta de la mansión de Felicia está flanqueada a ambos lados por dos imponentes pilares de piedra. Frente a ellos hay una fuente, también de piedra, con la estatua de un hombre con un jarrón, del que siempre cae un fino chorro de agua. La Hummer se detiene a un costado de la fuente, y un instante después Josué se acerca y nos abre la puerta. Salgo yo primero, y sin esperar a mi madre comienzo a avanzar hacia la tosca escalinata de la entrada.

Tomás, el mayordomo de la familia, me saluda efusivamente y yo lo abrazo. Hace mucho que no lo veía. Excepto por unas cuantas canas de más, está justo como lo recordaba: delgado y larguirucho, ligeramente encorvado como siempre.

―Qué gusto de verlo, señor Ugalde ―musita con voz apagada, casi inaudible.

―Que me digas Carlos, Tomás, ¿cuántas veces te lo tengo que pedir? ―respondo yo mientras sonrío y le doy unas palmaditas en la espalda―. ¿Qué tal todo por acá?

―Bien, señor, muy bien. Ahí vamos ―contesta apenado―. ¿Gusta que le prepare un baño?

―Seguro tienes cosas más importantes que atender, no te preocupes. Yo me lo prepararé ―digo, tras lo cual suelto un suspiro y me adentro por la puerta abierta de la mansión.

La recepción, oscura y fría, me recibe como un abrazo de piedra. El piso de mármol resuena con cada paso que doy, emitiendo un pesado eco que recorre todos los pasillos antes de desvanecerse. En toda la casa no hay un solo centímetro de pared que no esté cubierto por algún cuadro viejo o un espejo. Si es que existe algo más grande que la avaricia de mi madre, es sin duda su vanidad.

El mismo espantoso papel tapiz de flores arruina por completo la apariencia casi gótica de la mansión. Uno pensaría que, con todo el dinero que tiene, Felicia bien podría contratar al mejor decorador de interiores de todo México; el problema es que Felicia cree que no hay nadie con mejor gusto que ella. Si vendiéramos tan sólo los candelabros que hay en toda la maldita casa, podríamos alimentar a un pueblo pequeño durante un mes.

―¿No la extrañabas? ―pregunta sorpresivamente ella, haciendo que me sobresalte.

―Uh... ―no realmente, pero no puedo ser tan honesto―. Bueno, tampoco hay mucho que extrañar. Está exactamente igual que la última vez que estuve aquí.

―¿No has visto las cortinas? Las cambié el mes pasado, mira ―dice Felicia, acercándose a una de las ventanas y acariciando la tela de un color azul chillante―. ¿O no que contrasta bien bonito con todo lo demás?

El problema es que, en esta casa, absolutamente todo contrasta. No hay una cosa que combine con la otra: ni los rústicos sillones con la mesa de vidrio, ni la barroca chimenea con los coloridos jarrones artesanales. Es como una caja fuerte sin combinación.

―Sí, mamá... voy a mi cuarto.

―¡Baja pronto para que comamos y repasemos el itinerario de la noche! ―me grita en cuanto empiezo a subir por la escalera, en un tono innecesariamente alto. Me sorprende que, a pesar de tanto griterío que lanza, todavía no se haya quedado sorda.

Subo al tercer piso y me topo de frente con una tosca puerta de madera. Aún alcanzo a ver las esquinas arrancadas de un póster que había pegado cuando tenía quince años, así como las marcas de arañazos de mi viejo perro en la parte inferior. Kory murió hace ya más de veinte años, pero en los dos años que siguieron no hubo un solo día en que no llorara por él. Sentía como si con él se hubiera ido parte de mí: la comida no tenía sabor, las películas no me conmovían, y el cielo ya no se veía tan azul. Ahora ya es sólo un vago recuerdo, opacado fácilmente por los doce felices años que estuvo conmigo. Incluso, si me esfuerzo lo suficiente, aún puedo escuchar sus agudos ladridos haciendo eco por los pasillos de la mansión.

Nido de víborasOnde histórias criam vida. Descubra agora