𝑪𝒂𝒑. 𝟖 𝑬𝒍 𝒖́𝒍𝒕𝒊𝒎𝒐 𝒂𝒍𝒊𝒆𝒏𝒕𝒐 𝒚 𝒆𝒍 𝒑𝒓𝒊𝒎𝒆𝒓𝒐

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✦✧ HERA DAMARA SALVATORE ✦✧

— ¡No! —grité, desgarrando el aire húmedo de la iglesia mientras unas manos ajenas y frías me sujetaban por los brazos, arrastrándome a través del mármol desgastado de la iglesia de St. Anne. Mi voz resonó entre los pilares como un lamento arrancado desde el vientre.—

No tenía fuerzas. No las suficientes para detener lo que se avecinaba.

— Ponedla en el suelo —ordenó Genevieve con esa falsa serenidad que solo tenían los monstruos vestidos de elegancia.
Su voz cortó la estancia como una daga, y los hombres obedecieron sin vacilar.

—Debemos ir al cementerio —intervino Monique Deveraux con su voz afilada, una daga envuelta en una adolescente.

—No hay tiempo —replicó Genevieve con frialdad—. Va a nacer ya.

El mundo se inclinó de golpe cuando me soltaron y mi cuerpo cayó sobre los escalones del altar. Un jadeo se escapó de mis labios cuando el frío de la piedra me atravesó la espalda. El techo abovedado giró sobre mí.

Y entonces...

La contracción.
Esa que hace ver blanco.
Esa que arranca un grito antes de que siquiera lo pienses.

—¡Ahh! —mis uñas se clavaron en la madera del escalón, mis piernas se tensaron, mi vientre ardió—. ¡No... no es... es demasiado pronto...!

—Por lo visto no —murmuró Genevieve, sin una pizca de compasión.

Mi respiración se volvió un titubeo frenético.
El mundo giraba. Las voces se confundían. Las paredes de piedra se cerraban como un féretro sobre mi cuerpo exhausto.

Y sin embargo, no era el dolor lo que más me asustaba.
Era la ausencia.

¿Dónde estás, Klaus?

Una mano —fría— me agarró del brazo. Monique.

—Debería nacer cuando el sacrificio estuviera listo —dijo, como si hablara de un protocolo, no de mi hijo. De mi bebé.

Genevieve chasqueó la lengua, impaciente, como si mis gritos fueran una molestia innecesaria.

—Tuve que someterla —explicó la pelirroja, y su mirada se endureció—. Ha sufrido un desprendimiento de la placenta. El bebé tiene que nacer ahora. Si no... mueren los dos.

Mi corazón se hundió como un peso muerto.

No conocía a todas las brujas que me rodeaban... pero sí reconocía sus ojos: eran ojos de verdugos.
De fanáticos.
De gente que creía tener derecho sobre mi vida, sobre la de mi hijo, sobre mi futuro.

—¡Soltadme! —mi voz reverberó en todas direcciones, quebrada, rabiosa, desesperada.

Intenté impulsarme hacia atrás, hacia arriba, hacia cualquier lugar lejos de ellas. Pero cada movimiento era inútil. Cada forcejeo hacía que el dolor me atravesara como un rayo.

Mi respiración se volvió un jadeo agónico. Mis piernas temblaban sin control. Mis dedos se aferraron a la piedra hasta rasgar la piel.

La presión en mis brazos aumentó. Uno de los vampiros me sujetó de las piernas. Otro presionó mis hombros.

Estaba atrapada.
Atrapada de verdad.

Como un animal rodeado por depredadores. Como una bruja de sacrificio, que era exactamente lo que ellos querían que fuera.
No había escapatoria. No había ayuda. No había magia que pudiera usar sin matar a mi propio hijo con la tensión.

—¡Soltadme! —grité de nuevo, mi voz quebrándose en mil fragmentos. Mientras sentía cómo la desesperación convertía mis gritos en aullidos—
Mi garganta ardía, mis ojos se llenaron de lágrimas involuntarias.

𝑴𝒊𝒍 𝒂𝒏̃𝒐𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒆𝒏𝒄𝒐𝒏𝒕𝒓𝒂𝒓𝒕𝒆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora