Xie Lian tenía muchas esperanzas y metas en su vida, quería disfrutar de ella lo más que pudiese. Pero luego de dos años confinado en una cama de hospital, esos sueños y esperanzas se ven truncados... Esto hasta que el nuevo doctor asignado a su cas...
Xie Kan no respondió, simplemente asintió, una tensión formándose en su mandíbula.
—Se le ha concedido una segunda oportunidad de vivir —continuó Hua Cheng, dando un paso hacia el escritorio—. Una vida así no merece ser vivida a medias, ni en la soledad. Merece ser vivida plenamente, rodeada de aquellos que lo aman.
El mensaje era claro, una daga de seda que se clavaba directamente en la conciencia de Xie Kan. No era una petición, era una declaración de hechos. Hua Cheng no esperaba una respuesta. Simplemente le sostuvo la mirada por un instante más, un instante en el que Xie Kan se sintió completamente expuesto, y luego se dio la vuelta y salió de la sala, dejando al director solo con el eco de sus palabras y el peso de su propia ausencia.
En el presente, en su oficina, Xie Kan miró el teléfono sobre su escritorio. El recuerdo de esa conversación aún era nítido, una espina clavada en su orgullo. Hua Cheng tenía razón. Cogió el teléfono, su pulgar flotando sobre el contacto de Xie Lian. Iba a llamarlo. Iba a invitarlo a cenar. Iba a empezar a enmendar los años de silencio.
Bzzzt. El intercomunicador sonó. —Señor, la junta de inversores está esperando en la sala de conferencias.
Xie Kan suspiró, un sonido cargado de una frustración que no era solo por el trabajo. Dejó el teléfono sobre la mesa.
—Lo llamaré más tarde —murmuró para sí mismo—. Después de la reunión.
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Cuando el sol comenzó a descender hacia el horizonte, tiñendo el lago de colores dorados y rosados, recogieron sus cosas, sus movimientos más lentos, sus voces más suaves, como si quisieran prolongar la magia del día.
El viaje de vuelta a la ciudad fue tranquilo. Xie Lian apoyó la cabeza en el hombro de Hua Cheng, que conducía con una mano en el volante y la otra entrelazada con la suya sobre la consola central. El paisaje pasaba borroso por la ventanilla, una acuarela de luces y sombras. El calor de la mano de Hua Cheng, el peso reconfortante de su cabeza en el hombro, la suave música que sonaba en la radio... todo se combinaba en una sensación de paz tan profunda que Xie Lian sintió que podría quedarse dormido allí mismo.
—Gracias por hoy, San Lang —murmuró Xie Lian, medio dormido, su voz un arrullo contra la tela del jersey de Hua Cheng.
—Gracias a ti, Xie Lian —respondió Hua Cheng, apretando suavemente su mano—. Por existir.
Al llegar a su apartamento, sus amigos lo acompañaron hasta la puerta, una guardia de honor protectora y cariñosa, despidiéndose con abrazos y promesas de verse pronto.
—¡No te canses demasiado! —advirtió Feng Xin, con su habitual tono brusco que apenas ocultaba su preocupación.
—¡Y come bien! No quiero volver mañana y encontrar solo fideos instantáneos —añadió Mu Qing, con una media sonrisa que era lo más cercano a una expresión de afecto que solía mostrar.
—¡Nos vemos en tu próxima consulta! —dijo Shi QingXuan, dándole un último abrazo—. ¡Y llámame si necesitas cualquier cosa!
Cuando la puerta se cerró, dejando a Xie Lian y a Hua Cheng solos en el silencio del apartamento, una sensación de paz abrumadora envolvió a Xie Lian. Se giró hacia Hua Cheng, que lo observaba con una sonrisa tierna, la luz cálida del recibidor suavizando sus facciones.
—Me siento... curado —dijo Xie Lian, y la palabra sonó extraña y maravillosa en sus labios. No se refería solo a la enfermedad, a los marcadores inflamatorios o a la remielinización. Se sentía curado del miedo, de la desesperanza, de la soledad que lo había carcomido durante tanto tiempo.
Hua Cheng acortó la distancia entre ellos y lo atrajo hacia sí, envolviéndolo en un abrazo que se sentía como llegar a casa. Xie Lian apoyó la cabeza en su pecho, cerrando los ojos y escuchando el latido constante y tranquilizador de su corazón. Era el sonido más seguro del mundo, el ritmo que anclaba su nueva realidad.
—Lo estás —susurró Hua Cheng contra su cabello, sus brazos apretándose a su alrededor—. Estás en casa.
Y en ese momento, en la quietud de su pequeño apartamento, con el hombre que amaba sosteniéndolo en sus brazos, Xie Lian sintió que había llegado al final de un largo y oscuro túnel. La luz al final no era un tren que se aproximaba, como tanto había temido en sus peores pesadillas, sino el comienzo de una vida que apenas empezaba a imaginar. Una vida llena de días dorados como este. Una vida donde podría plantar camelias. Una vida junto a Hua Cheng.