Micaela Luna juró lealtad a Artemisa, odiaba las misiones y nunca había hablado con un hombre... hasta ahora.
Una profecía la obligó a viajar al Campamento Mestizo, colaborar con seres ajenos a su especie y descubrir que, tal vez, las cosas eran dif...
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Micaela era una pésima cazadora.
Una mala hija.
Una peor persona.
Las gotas saladas descendían con más fuerza cada vez que las apartaba con violencia. La señora Artemisa estaría decepcionada, ya no podría ver a su madre a los ojos y se sentía incómoda, como si la túnica blanca que se enredaba en sus tobillos fuera un vil engaño.
Salió de la cueva tan rápido como pudo, Nico la observó adormilado sin decir palabra alguna y ella acabó en una roca, sintiendo el peso de la miseria y de su mala decisión que merecía ser castigada.
Había crecido con la idea de que su cuerpo era algo sagrado, no una pieza de exhibición, sobre todo si un hombre era el espectador.
Se abrazó las rodillas tratando de ocultar su vergüenza, escuchando de forma tenue el canto de un jilguero. Micaela chifló débilmente, sin entender qué decía, pero entonando con él.
Pronto, se unieron más cantos, como si de una orquesta se tratase. Como si fuera una fregada princesa de algún cuento de los hermanos Christensen.
Siguió respondiendo a las aves hasta que unos pasos interrumpieron la armonía.
Había dejado su arco, su armónica y su dignidad en la cueva, así que solo podía confiar en sus habilidades de combate, que eran buenas, más no excelentes.
Era irónico que en ese se resumiera su vida.
Bueno, no excelente.
Para Euterpe las cosas eran así, su música era solo ruido, sus conocimientos bastos, sus ideales mediocres. Y todo era condicional, el amor y el respeto pendían de un hilo y la deshonra era siempre una posibilidad cercana.
Tenía que ser una señorita, y aunque Mica nunca pensó en ser nada más que lo que le pedían, se preguntaba si de verdad los hombres eran tan perros o si solo era la idea que tenía su madre después de que su padre la devolviera cuando ella la entregó a él. Pero ¿no era eso igual de hipócrita? Los dioses tenían hijos, se los daban a mortales y seguían con su vida, pero una vez fue diferente y entonces el tema estaba prohibido.
Artemisa no era muy diferente.
Los pasos se hicieron más cercanos, pero Mica no se levantó ni hizo el intento de luchar.
Si la iban a hacer papilla, esperaba que la entregaran a su mamá en una bolsa y le hicieran un funeral decente.
—Aquí estás —dijo Nico como un hecho, con un tono neutral mientras se sentaba a su lado sin pedir permiso. —Creí que habías muerto.
—No, pero apuesto a que habrías estado muy feliz si eso ocurría.
—Podrás ser insufrible, pero no me interesas tanto como para que eso me alegrara.
—Entiendo si me odias, no pretendía agradarte.
Nico asintió.
—Tampoco pretendía disculparme. Más que nada, he venido a decirte que conozco a las de tu clase, les lavan el cerebro hasta hacerles creer que todos los hombres las tratamos como inferiores y ustedes pagan haciendo lo contrario. No vengo a hablar de equidad de género porque eso no existía cuando nací, pero si te fijas, toda esta situación fue causada por mujeres. Tu madre te envío con Artemisa, ella te envío aquí y estamos en esta situación por Afrodita, así que ¿por qué no vas a ser impertinente con ella?
—No sabes nada de mí... ni de las cazadoras.
Él soltó una risa rota, seca y sin humor.
—Créeme, sé más de lo que crees.
—No pretendo quedarme más tiempo a hablar contigo —soltó Micaela, tratando de sonar segura, firme y fuerte. Fallando miserablemente cuando su declaración sonó como un susurro.
Y sabía que ellos tenían razones para odiarla, así como ella había crecido con razones de sobra para odiarlos, pero, al menos en ese momento, estaba demasiado cansada como para luchar así que se limitó a esconder su rostro en sus rodillas, como si eso pudiera hacerlo desaparecer y borrara su presencia del plano existencial.
Malcolm los encontró mientras sostenía leña.
—La entrada más cercana al Inframundo está a unas tres horas, sin embargo, está oscureciendo y veo sensato...
—Quedarnos —completó Micaela, aunque su voz sonó amortiguada por la tela de su túnica.
—Sí, he conseguido la suficiente madera y sé encender fogatas. Tenemos barras de granola. Agua y jamón enlatado —soltó en su tono firme y metódico mientras dejaba la madera en el suelo.
—Hay que hablar de varias cosas —dijo Nico, en cuanto Micaela alzó la vista, él estaba arremangándose el suéter negro que llevaba hasta la altura de los bíceps, recogiendo la madera y alejándose con ella. No dijo nada, pero pareció una indirecta clara de que esperaba que lo siguieran a la cueva.
—Está húmeda, es muy poco probable que prenda.
—¿Y qué otras opciones tenemos, Pace? Estamos en verano, la hierba está seca y a menos que un incendio forestal nos convenga para revelarle a cada monstruo nuestra ubicación, esta es la mejor opción.
Nico hablaba con firmeza, sin rodeos y con un sarcasmo que hacía muy difícil considerar otra opción que la que él proporcionaba. Mica hubiera preferido que se quedara callado.
Malcolm, con esa actitud de cerebrito, suspiró asintiendo, buscando dentro de las provisiones.
—¿Estás bien? —preguntó Malcolm, mirándolos a ambos, como si no pudiera decidir quién necesitaba más la pregunta tras el silencio denso. Nico no hablaba y Mica estaba hecha un ovillo de forma patética.
—Hades mandó el perro del infierno. No quiere que sigamos con la misión.
—¿Por qué? —cuestionó Malcolm —Que yo recuerde, Hades y Afrodita nunca han tenido una enemistad.
—Sería bueno saberlo —respondió Nico —. Debe ser reciente, quién sabe, tal vez se deba a que los hombres son idiotas, ¿tú qué crees, Luna?
Mica le sostuvo la mirada, una cargada de resentimiento que no incluyó palabras, porque no las merecía y porque no tenía algo brillante que decir para cerrarle la boca.
Malcolm carraspeó, como si no le importara la parte sentimental y estuviera evaluando sus pasos.
—Bueno, si el dios del Inframundo no quiere que bajemos será difícil completar esto. Pero, aun así, la entrada que tenía previsto sigue siendo la opción más segura, además de que tu autoridad allí nos ayudará.
Por primera vez, a la cazadora le alegró que el hijo de Atenea tuviera cincuenta planes de respaldo. Tal vez, de tener su inteligencia, ella habría sido el doble de insoportable que él. Igual, Nico le había dejado claro que ya lo era.
Malcolm racionó la comida en partes iguales luego de un rato y, una vez que estuvieron satisfechos, se echaron a dormir lejos del otro. En un silencio denso que podía definir perfectamente lo que había sido el viaje hasta ese momento.