Naya Nott

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El cielo comenzaba a teñirse de rojos y naranjas. La sabana africana la hacía temblar con energía nerviosa. Mientras el enorme cielo se quemaba hasta convertirse en ébano y sembrarse de estrellas, la chica miraba estupefacta. Llevaba tres días en aquel lugar y aún no podía superar su belleza. Sin importar lo que las personas dijeran, para Naya las planicies tenían un misterioso encanto. No se podía llamar feo a un lugar que era iluminado por tantas estrellas, más de las que ella jamás había visto en su vida. Eran incluso más hermosas que los diamantes que causaban tantas muertes. Oh, las estrellas, y aún con su lejanía el ser humano había encontrado la manera de consumirlas; de opacarlas; con sus mares de luces de neón las había ido ocultando una a una, como intentando que los demás no las vieran, que no las desearan.

Naya estiró la mano, como si intentara atrapar un puñado de estrellas. Era bajita, con veintiún años apenas rozaba el uno sesenta, sus amigos también decían que era infantil para su edad. Incluso siendo cineasta le costaba ver el lado podrido del mundo, era ingenua y optimista, por no decir idiota. Idealizaba demasiado a la realidad. A algunas personas les funcionaba, saltar por la vida esquivando los malos tragos, inmune a las penas y las atrocidades, así era Naya, quien jamás se había enfrentado cara a cara con el lado más oscuro de la naturaleza humana. Y, a pesar, de que aquel lugar del mundo poco tenía que ver con Londres, definitivamente se sentía, de alguna extraña manera, en el lugar correcto.

Abrió los brazos y giró sobre sí misma, soltando una carcajada de felicidad. El aire arrastraba consigo las brasas de la hoguera que se extinguían a su alrededor. La luz opaca hacia flamear su cabello rojo que le llagaba a la barbilla, también otorgaba a su piel un tono dorado que no sería capaz de alcanzar a menos que se pasara el resto de su vida en salones de bronceado. Sus ojos verdes brillaban como la hierba que surgía en el Serengueti tras la lluvia después de agónicos meses de sequía.

Vibrante.

Viva.

Así era Naya Nott. Los bajos sonidos de la música llegaban desde las bocinas recargables de uno de sus amigos. Habían decidido pasar de las comodidades del hotel en el que se hospedaban por aquella noche, su última noche. Al día siguiente tomarían su avión de regreso a la abarrotaba Londres, donde no tenían estrellas.

—¿Quieres sentarte de una vez? Eres como un maldito mosquito, entre más intentamos que te quedes quieta más te mueves. —Behati abrió una nueva lata de cerveza y le pegó un trago. Era una chica delgada y con un largo cabello negro.

—Estoy entrando en contacto con la naturaleza, no puedo decir lo mismo de ti. —le soltó la pelirroja mientras se acercaba a ellos.

—Ya escucharon a la señorita Green Pace. —se burló Samuel, el chico se sentaba al lado de Behati y llevaba la cabeza rasurada, sus ojos eran de un azul profundo —¿Desde cuándo estás tan preocupada por la naturaleza?

—Desde siempre, que ustedes me ignoren y no se den cuenta es otra historia. —Naya le arrancó a Samuel la lata de cerveza que sostenía y le dio un trago.

—Es imposible ignorarte, eres como un caramelo andante. —se quejó él.

Los tres amigos habían montado un campamento dentro de la reserva, no muy lejos del hotel. Aun así aquella zona estaba tan despoblada que no había nadie más alrededor que los dos guías que descansaban en el jeep. Uno de ellos tenía una escopeta sobre su regazo; les había dicho que era por prevención y que casi nunca se utilizaba. Eso no tranquilizó a Naya; el sólo tomar un vistazo del arma le causaba escalofríos.

Durante los últimos días vieron animales que ella jamás imagino tener cara a cara. Estaba muy agradecida con sus padres por aquel viaje y, si bien como sus amigos decían ella era un caramelo andante, comprendió rápidamente que era mejor no meterse con la naturaleza. No se convertiría de la noche a la mañana en vegetariana, pero al menos sabía que era mejor no meter las narices en ciertos asuntos.

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