[EDITADO: 25-12-2015] 1

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—La gente se agarra a un clavo ardiendo cuando pasa algo así —le respondí, aunque también pensara que era una gilipollez.

El chico abrió sus fosas nasales y un grupo de chicas gritaron, menuda navidad de mierda.

—Huele a gas.

—Sí, es de los generadores. Pronto pasará —comentó Getxa al chaval.

Mis aletas nasales se abrieron pero no percibí ningún olor. Todo el mundo habla del suave aroma del café al levantarse, el relajante olor a mar, la dulce fragancia de una rosa... pero yo pregunto: ¿qué pasaría si no tuvieras el gozo de poder deleitarte con el olor de tu comida favorita o del perfume que usas? Dar a luz en los años cincuenta era una odisea y más si era un parto doble, en pocos hospitales usaban la epidural, los centros no eran tan higiénicos como ahora. Yo, como otros niños, nací más pequeño de lo normal y con muy poco peso, según mi madre fue un milagro que siguiera con vida. Eso tuvo sus consecuencias, crecí poco, del oído izquierdo oigo un ochenta por ciento y lo más dramático: no tengo sentido del olfato.

—¿Hay alguien con alguna enfermedad? —Preguntó Getxa a la gente.

Yo no contesté, como no podía haber nadie con algo peor que lo mío no dije ni mu. Una m levantó la mano, se acercó y nos comentó que su hijo tenía diabetes y no podía estar sin su chute de insulina. Cuando la madre se fue empezamos a trazar un plan.

—¿Cómo hacemos para conseguir medicamentos? No podemos salir de aquí sin que salte la alarma. Se nos puede escapar el "rebaño" y estamos jodidos si eso pasa.

—No tengo ni idea. Podemos intentar salir por la puerta de emergencia.

—Vale pero primero tenemos que hacer una lista con lo que necesitamos.

—Pues principalmente ibuprofenos, paracetamoles y algún antibiótico. Y la insulina.

Intenté abrir la puerta de salida pero algo hizo imposible que se abriera, me imaginé que los cascotes del polideportivo habían sepultado la salida. Estábamos atrapados hasta previo aviso... o hasta que nos escabulléramos por la puerta de emergencia.

A la policía nos habían instruido para estos casos, nadie por ningún motivo podía irse del refugio hasta que no lo dijeran las autoridades. O sea que Getxa y yo éramos la autoridad y decíamos que de allí no salía ni Dios sin nuestro permiso.

Allí abajo se notaban muy poco las grandes réplicas que seguramente estarían tirando abajo los ya destrozados edificios.

Mientras estábamos preparando una lata de albóndigas en un camping gas, la alarma de incendio empezó a sonar, Getxa corrió hacia donde estaba y miró con el ceño fruncido a la cazuela.

—Joder, pensé que se te había quemado la comida.

Miré hacia todos los lados y vi el problema, un tío había encendido un cigarrillo y fumaba con tranquilidad. Me acerqué a él.

—¡Eh! Apaga eso —comenté con enfado.

—¿Por qué? —Preguntó el chico con ironía.

—Hay gente con problemas respiratorios y lo que menos hace falta ahora es que alguien se ponga enfermo por tu culpa.

—¡Bah!

Mis pulmones, enfadados dieron una sencilla orden a mi cerebro: acaba con él. Como si fuera un títere fui hacia el muchacho y con toda la valentía que pude, le quité el cigarrillo. No le pegué una bofetada porque medía por lo menos uno noventa y claro, no llegaba ni de coña hasta su jeta de niño pijo.

—No vuelvas a encender un cigarrillo ¿me has entendido?

—Si —expresó—. Lo siento.

Me miró con cierto aire de superioridad y le devolví la mirada. Me acerqué a él y como si estuviera en una película de gánsteres, le susurré con mi voz más tétrica:

[4] Las memorias de Leprechaun © {EN PAUSA}Where stories live. Discover now