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El viernes empezó siendo un día ajetreado. Era el día en que mi padre y Montse aterrizaban en Barcelona después de su luna de miel, lo que significaba que Jan los tenía que ir a buscar, y eso a su vez significaba que, cómo no, íbamos tarde.

—Aterrizan en una hora —dije, estresada, mientras me abrochaba el cinturón del asiento del copiloto.

—Llegamos a tiempo —contestó Jan.

Lo miré como si fuera idiota —y hay que decir que llevaba años con sospechas de que lo era—.

—Tenemos una hora y cuarenta y cinco minutos de camino —apunté.

—¿Y eso quién lo dice?

—Google Maps.

Soltó una carcajada.

—Ya, pero Google Maps calcula cuánto tardas en coche —respondió antes de dar un par de palmadas a la parte de arriba del volante—. Y esto, querida, no es un coche: es un cohete.

—Arranca, anda —contesté, masajeándome las sienes para no darle una colleja.

Jan se rio solo, como siempre hacía cuando soltaba una de esas bromas que solo le hacían gracia a él, y arrancó. El coche salió disparado, y solté un grito involuntario. Me cogí de la maneta de encima de la ventana, y lo miré mientras se reía como un desquiciado.

—¡Luego te preguntarás por qué no he vuelto en cuatro años! —chillé sin pensar, y me callé de golpe, pensando que me había pasado, pero la única reacción de mi hermano fue reírse aún más fuerte.

Bueno, parece que ya podemos hacer bromas sobre eso.

No llegamos al aeropuerto en una hora, en absoluto, pero sí que llegamos diez minutos antes de lo que Google Maps nos había puesto en un principio. Jan paró de un frenazo, y casi me como el cristal delantero con la cabeza.

—¡¿Me quieres matar, o qué?! —grité—. ¡Cuando vayas tú solo haz lo que quieras, pero si vas con alguien al menos intenta respetar su integridad física! No aguanto...

Me interrumpió la puerta trasera abriéndose, y mi padre asomó la cabeza en el interior del coche.

—Ah, qué maravilla volver a casa: un sol espectacular, los pájaros cantando y mis hijos gritándose, para variar —bromeó.

—Era Nora la que estaba gritando —puntualizó Jan.

—¡Porque casi me mata! —me quejé.

—Eres una exagerada —murmuró él.

—Serás... —empecé, pero esta vez fue Montse la que interrumpió el insulto que le iba a dedicar al ángel que tenía como hermano.

—Hola, cariños —nos saludó, asomándose igual que mi padre—. Jan, ¿cómo se abre el maletero?

—Es que no todo el mundo sabe abrir el maletero de un cohete —contestó él, dirigiéndose a mí, pero tenía más ganas de matarlo que de reírme, así que solo le dediqué una mueca de asco.

Jan fue a ayudar a Montse y mi padre a abrir el maletero, pusieron su equipaje y se subieron a los asientos de atrás.

El camino de vuelta se me hizo más corto que el de ida: primero, porque no tenía un temor constante por mi vida, ya que mi hermano se controlaba con la velocidad si estaban mi padre y Montse delante; y, segundo, porque nos lo contaron todo sobre su viaje.

—Las islas griegas son una preciosidad, de verdad. Y muy bonitas para ir en pareja, además. Si no fuera porque vuestro padre no es precisamente un maestro del romance, habría sido eso como Mamma Mia —dijo Montse en un momento de la conversación—Jan se rio y mi padre soltó un gruñido. Yo sonreí, pero no dije nada—. Si algún día tenéis pareja, deberíais ir.

Hasta que acabe el veranoWhere stories live. Discover now