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El lunes me levanté de mal humor. Había quedado con Mariona y Abril para ir a una de las clases de yoga de Berta y, aunque no tenía ganas, empecé a prepararme para salir. Jan seguía durmiendo, y tanto mi padre como Montse estaban trabajando, así que la única persona que había en el salón cuando bajé era la abuela, que pareció intuir que no tenía una buena mañana y no me dio demasiada conversación.

No desayuné, porque no quería que me sentara mal al ponerme a hacer posturas de yoga, y eso solo hizo que empeorar mi ánimo. El cielo parecía acompañarme, porque tenía toda la pinta de que no iba a tardar en llover.

Aun así, salí de casa, cogí la bici y me encontré con Mariona en su puerta para bajar juntas hasta el centro del pueblo. Una vez allí, fuimos hasta donde vivía Berta, en el paseo marítimo. Normalmente solía dar las clases al aire libre, pero como iba a llover, lo había cambiado a su casa. Abril se nos unió en la puerta, y entramos para encontrarnos con que había bastante gente.

Berta empezó la clase haciendo una corta sesión de relajación, que agradecí porque empecé a notar cómo la tensión abandonaba mi cuerpo. Además, su voz era suave y tranquila, lo que me ayudó a calmarme aún más. El mal humor que había estado acumulando desde que me había levantado disminuyó, y cuando empezamos con las posturas me sentía mucho más relajada.

Hizo varias posturas relativamente fáciles, pero en algunas me estanqué, mientras veía que Abril tenía los mismos problemas que yo, cosa que me hacía sentir menos sola en mi fracaso. Mariona, en cambio, se movía con fluidez.

—Pues no ha estado nada mal —comenté cuando salimos—. Creo que vendré a más clases.

—Berta lo hace muy bien —apuntó Mariona—. Se le da genial.

Nos fuimos a desayunar a una cafetería cercana con Abril, porque Berta estaba ocupada, y pasamos un buen rato ahí, charlando sobre mil cosas diferentes. Abril se despidió hacia las once, porque tenía que acompañar a su hermano a Girona a comprar ropa. En cuanto nos quedamos solas, Mariona me miró.

—¿Estás bien? —preguntó.

—¿Mm? —fue todo lo que pude responder, porque estaba masticando el último trozo de mi bocadillo.

—Esta mañana estabas que echabas humo. Ahora te veo mejor, pero pareces distraída.

Otra que tenía un sexto sentido. Podía hacer un club con mi abuela.

—Me he despertado de mal humor. —Me encogí de hombros—. A veces me pasa.

—Yo creo que hay algo más, aunque si no me lo quieres contar, no pasa nada.

Suspiré, porque en realidad sí quería contárselo, necesitaba hablarlo con alguien, no me era suficiente haberlo hablado con Paula y Carlota por videollamada el día anterior. Necesitaba a alguien que lo conociera.

—Eh... A ver cómo te lo explico —empecé, insegura, pero decidí que lo más fácil era ir al grano—. Pol y yo nos besamos en la fiesta del sábado.

Ella soltó un grito ahogado de emoción, haciendo que las ancianas que había en la mesa del lado nos miraran con interés. Iba a tener que hablar en voz baja, porque en ese pueblo se conocía todo el mundo, y los cotilleos eran la especialidad de muchas señoras mayores.

—Ay, ¡qué bien! —dijo, entusiasmada—. ¿Fue solo un beso? ¿No hubo más roce? ¿Algún toqueteo atrevido?

—No, no, nada de eso —respondí, bajando la voz—. Habíamos bebido, nos besamos, y luego Pol se apartó y me dijo que era una muy mala idea.

—Y, ¿qué le dijiste? —inquirió, hablando en un tono de voz más bajo porque seguramente también se había dado cuenta de que las señoras del lado estaban atentas a nuestra conversación.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora