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—Jan, ¿has visto los anillos? No encuentro los anillos —preguntó mi padre, desesperado, sin dejar de dar vueltas por el salón.

—Están en el tercer cajón de la cómoda —contestó él con tranquilidad.

—Joder, es verdad —murmuró mi padre.

—Siéntate, hijo, que tienes que guardar energía para mañana —le sugirió la abuela, aunque era más como una súplica, porque nos estaba poniendo a todos de los nervios.

—Tienes razón, sí. —Suspiró, y se sentó en uno de los sillones, pero tardó dos segundos en volver a levantarse—. ¡Los gemelos para la camisa!

—En el tocador de tu habitación —contesté, sin apartar la mirada del portátil, donde estaba leyendo artículos para informarme sobre el que estaba escribiendo.

—Es verdad, es verdad —musitó antes de volver a sentarse.

—Lo tienes todo listo, deja de estresarte —le dijo Jan.

—Es que no quiero que nada salga mal —contestó él—. Nos hemos esforzado mucho para que todo sea perfecto.

—Es imposible que todo salga tal y como lo habéis planeado —comentó la abuela.

—Gracias, mamá —dijo mi padre, con sarcasmo.

—Es la verdad, hijo —añadió—. Las cosas nunca salen exactamente como las planeas, pero eso no significa que vayan a salir mal. Os habéis esforzado, no habéis dejado nada al azar, así que la boda saldrá bien, no tengo ninguna duda. Pero te conozco, sé que a la mínima que algo se salga de tu plan te pondrás nervioso, y no quiero que estés nervioso el día de tu boda.

—Tienes razón. ¿Por qué siempre tienes razón? —se quejó mi padre, y tanto Jan como yo reímos.

—Tu madre convivió con los dinosaurios, es normal que lo sepa todo del mundo —contestó Jan, y la abuela le tiró el periódico que había estado leyendo hasta entonces.

—¡Esa no es forma de tratar a tu abuela! —lo regañó.

—Ay, Dolores, no aguantas ni una broma —respondió Jan, y por su sonrisa traviesa supe que solo quería sacarla de sus casillas.

—Crío del demonio —murmuró ella, enfurruñada.

Miré a mi padre, que tenía los ojos cerrados, seguramente intentando relajarse. La verdad es que estaba gestionando la situación mucho mejor de lo que había imaginado, y se me hacía incluso extraño. Años atrás, su forma de llevarlo habría sido servirse varios vasos de whisky, su bebida favorita en aquel entonces, y desahogarse a gritos con cualquier persona que le llevara la contraria en lo más mínimo. Me costaba perdonarlo por todo lo que había hecho tiempo atrás, pero apreciaba el esfuerzo que estaba haciendo.

Montse se había permitido dormir hasta tarde, así que bajó de la habitación cerca de las once, porque teníamos cita para hacernos las uñas a las doce. Fuimos a Girona con su coche, y la abuela también venía con nosotras, porque decía que siempre había querido que alguien le hiciera las uñas.

—En mi época no había sitios de estos —comentó cuando estuvimos delante del local decorado con carteles en los que aparecían fotos de uñas—. Una se hacía la manicura en casa.

—Pero esta manicura dura más —le expliqué.

—Ya lo veremos —respondió, con algo de desconfianza.

Tanto la abuela como yo nos decantamos por un color rojo vino para nuestras uñas, aunque la abuela decía que era un color muy atrevido, mientras que Montse eligió un rosa palo.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora