𝐶𝑎𝑝𝑖́𝑡𝑢𝑙𝑜 𝑑𝑜𝑐𝑒: 𝐽𝑎𝑚𝑒𝑠

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Nueve años antes.

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El invierno en White Sands es asqueroso. Lo odio con devoción. El clima es frío, con una humedad que llega a aplastarte los pulmones si corres, con tormentas eléctricas o, peor, con tormentas de nieve que me obligan a quedarme encerrado en casa con mi padre. Todo el día. Toda la noche. La atmósfera en casa se siente densa, como si el aire estuviera saturado de la frialdad que rodea nuestro hogar. En estos días, enfrentarse a mi padre es como enfrentarse al propio invierno: implacable, gélido y lleno de tormentos.

Ahora mismo, mi padre está encerrado en su despacho, discutiendo con sus colegas de trabajo sobre algún tema poco interesante. Pero sé que en cualquier momento bajará y se plantará frente al televisor para criticar algún antiguo partido de algún equipo de fútbol americano. Lo hará en voz tan alta que algún vecino, preocupado, llamará para asegurarse de que no esté ocurriendo algo grave. Nadie nos quiere en la vecindad; simplemente no encajamos. No somos como Betty y su madre, que parecen un equipo perfectamente sincronizado, ni como la amable vecina del frente que me ofrece galletas cada vez que paso por su ventana con mi patineta. No, nuestra casa es oscura, con las cortinas siempre cerradas y el polvo flotando como solitarias partículas detenidas en el tiempo. A veces, me pregunto si no sería mejor unirme a ellas y quedarme suspendido en su mundo de quietud. Convertirme en una partícula entre billones, nada importante, nada que destaque.

Ni siquiera mi habitación es verdaderamente mía. Él dictó la disposición de los muebles, eligió los lugares donde colgaría los posters. Incluso se encargó de comprar las sábanas y el acolchado, que descansan pulcramente ordenados, tirantes contra el colchón, según su gusto. Ni mi patineta adorna mi habitación; se encuentran en la casa de Betty, donde sé que estará a salvo. Me siento atrapado en su mundo, bajo sus reglas, en un ambiente impregnado de su grisura.

Tampoco hay fotografías de mi madre por ningún lado, es como si ella nunca hubiera existido. Tengo un vago recuerdo de cuando tenía cinco años; logré escaparme de la señora que estaba cuidándome y corrí hacia donde se encontraba mi padre, todo seriedad, todo oscuridad. Recuerdo la furia en sus ojos, los portarretratos de rostros sonrientes volando, los vidrios rotos y los gritos. También recuerdo la cara asustada de la señora que tiraba de mí para alejarme de él, y después, sus brazos cálidos mientras yo lloraba. Ella me mecía lentamente, tratando de calmarme. Nunca más volví a verla. Después de eso la casa quedo vacía como un cascarón.

La primera vez que la vi, realmente la vi, fue en la casa de Betty, cuando ella me invitó a entrar. Era, también, la primera vez que pasaba a su casa. Estábamos jugando en el jardín, y ella me mostraba cómo había creado un caminito de hormigas con flores, chozas diminutas hechas de palitos de helado y azúcar en pequeñas tapas de botellas. Fuimos a buscar una lupa para poder observarlas mejor.

La casa de Betty no era un cascarón; estaba viva, llena de colores y fotografías. Una en particular capturó mi atención: dos mujeres sostenían a un par de bebés que no podían tener más de un año. Una de ellas era la madre de Betty, con sus rizos rubios y sus ojos azules. La bebé que alzaba reía, mostrando sus encías vacías. La otra mujer tenía el cabello castaño salpicado con manchas más claras, y sus ojos eran de un color tormentoso y gris. Sostenía a su bebé con tanta fuerza que parecía querer fusionarse con su cuerpecito. El bebé, por su parte, contemplaba a su madre con adoración. Betty señaló cómo los dos bebés se tomaban de la mano, de la misma forma en que parecían estar haciéndolo las mujeres en la fotografía.

—La señora se parece mucho a ti —comentó Betty, con su voz infantil y entrecortada por la falta de dientes delanteros.

—Tú te ves exactamente igual que en la foto —dije, como en broma, señalando su falta de dentadura.

𝘛𝘩𝘦 𝑡𝑟𝑎𝑔𝑖𝑐 𝘭𝘰𝘷𝘦 𝘴𝘵𝘰𝘳𝘺 𝘰𝘧 𝘉𝘦𝘵𝘵𝘺حيث تعيش القصص. اكتشف الآن