Caída

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Una pareja se encontraba frente a un altar en la orilla del mar. El vestido de la joven, blanco y brillante, se ceñía al nivel de su cintura. Un escote descaradamente bajo dejaba entrever una parte de los pechos que tanto le incomodaban. <<Es el día de mi boda, y no voy a permitir que los complejos me lo arruinen>>. Pero ¿no le arruinarían más el día los disgustos que tendría al enfrentarse a sus propias inseguridades? ¿Serían estos peores que los que aparecerían años más tarde, cuando aquellos complejos hubieran sido sustituidos por otros? Era imposible saberlo, así que sólo quedaba arriesgarse.

Sentía la suavidad de la brisa marina acariciando sus mejillas, como si su gran compañera, la playa, hubiera querido atribuirse el papel de una madre. Tal vez esa no era la palabra. Al fin y al cabo, podía sentir entre las frías gotitas que salpicaban de la orilla, atisbos de la calidez que se siente entre los brazos de una progenitora, pero ni rastro de las pequeñas cuchillas que moldean a los chiquillos, como si de piedras se tratasen, para redondearlos, pulirlos, y hacerlos encajar con el resto de miembros de la sociedad. Generación tras generación, los antecesores lijaban y lijaban a sus predecesores, porque siempre había funcionado de ese modo. No se atrevían a dejar las piedras sin pulir, y ver si podrían convivir así.

Sus manos, temblaban entre las del hombre que tenía delante suyo. ¿Eran las suyas o las de él? ¿A caso importaba? Al final ambos estaban temblando. Una piel suave, contra una piel rugosa, carne fría, contra carne caliente. Sus cuerpos eran diferentes, sus almas también lo eran, pero cuando estaban juntas, convergían en un punto, se entremezclaban y jugaban, creando algo totalmente nuevo, pero que ambos estaban ansiosos por descubrir.

La falda de su vestido era de tul, y a la altura de sus pies, ya empezaba a cubrirse de las pequeñas partículas que formaban la arena de la playa. Cuánto se había entretenido con ellas cuando era tan sólo una cría. Cómo se había compadecido, como una niña, de su invisibilidad. Ahora había crecido, y se encontraba a punto de unirse oficialmente a otra persona frente a Dios y frente a la Ley. <<¿Creo en Dios y en la Ley?>>. Pensó por un momento. Sus padres la habían bautizado, pero ni ellos ni ella decían ser creyentes. Pertenecía a la Iglesia desde ese momento. No obstante, era la moda de la edad contemporánea la no creencia en un Dios, o en una criatura transcendental que nos salvaría de la muerte. Ella, tal como había sido instruida, no creía en un dios. Pero al final, todas esas creencias eran fruto no de una valoración objetiva, sino de una argumentación transmitida de padres a hijos. Al final había sido víctima de la misma educación subjetiva que los hijos de las personas más católicas.

Recordaba un día en casa, a la hora de cenar. Todos se hallaban sentados en una pequeña mesa, dejando uno de los lados despejado para la televisión, como si fuera una más de la familia. Entonces, tal como había aprendido en dicho instrumento, probablemente a través de alguna película o escena de serie, dijo: <<Gracias, señor, por esta comida.>>. Instantáneamente, su padre intervino. Su cara mostraba una sonrisa burlona. Había sido sorprendente para todo miembro de aquella velada el hecho de que una hija de padres no creyentes hubiera actuado como lo había hecho. Podía sonar incluso como una niña desagradecida. Al fin y al cabo, ellos no creían que alguien más allá de sus propias manos y su propia cabeza les hubiera permitido comprar, cocinar y servir aquel manjar.

<<¿Qué señor? Da gracias a tu madre, que ha hecho la cena.>>.

Sintió en ese instante un choque de la realidad que se vivía en su casa. ¿Era una aberración hablar de la existencia de un dios? Ella no era más que una niña, y se había sentido movida a hacerlo por la innumerable cantidad de películas en que aparecían este tipo de acciones. Pero se dio cuenta de que no podría creer de verdad. Qué hipócritas eran los laicos. Celebraban las fiestas cristianas, mientras se quejaban del adoctrinamiento de las familias con padres creyentes y de la inverosimilitud de los argumentos a favor de sus creencias, mientras se aseguraban de que sus hijos no siguieran otras religiones más allá de la que ellos habían tenido alrededor. No creían éticamente correcto que una mujer musulmana tuviera que cubrirse la cara y el pelo, pero a su vez, creían en el pudor y la vergüenza del cuerpo que se tenía desde el cristianismo, y se había extendido a las leyes bajo las que vivían.

Playa de mi vidaWhere stories live. Discover now