Recuerdos afilados

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La mujer se encontraba sumergida hasta la cintura en el mar, mirando al horizonte. Un suave oleaje parecía haberse enamorado de su abdomen, y se dedicaba a acariciarlo rítmicamente. El vaivén del mar, la previsibilidad del hecho, relajaba su mente. Era como un reloj. En un momento concreto, el agua se hallaba en su ombligo, y un segundo después, acariciaba sus costillas. Ombligo, costillas. Ombligo, costillas. Nada fuera de lugar. No podía esperar ser sorprendida por el mar, él nunca la engañaría.

Su vista se hallaba recorriendo la invisible línea que dividía el claro cielo de la inmensidad del manto azul que la arropaba. Parecía tan accesible desde allí. Pero ella sabía que por mucho que intentara acercarse, y reseguir con sus dedos la rectitud de aquella división, ésta se alejaría de ella con la misma ansia. <<Hay veces que no vale la pena ni esforzarse>>. Pensó ella. Ahora era una mujer, ya tenía veinte años, era adulta. No podía permitirse soñar con lo inalcanzable. <<Todo es inalcanzable, desde el momento en que dejas de querer alcanzarlo>>. Esta vez tuvo la necesidad de reprochar aquella acusación a la voz, así que dijo en alto:

- Nunca podría alcanzar el horizonte. Nunca podría alcanzar el sol que se halla sobre mi cabeza, aunque me encantaría hacerlo. No es porque no quiera, sino porque es imposible.

<<Si realmente quisieras, si no fuera tan sólo un capricho, una súplica, una queja por la inutilidad del humano, no dejarías de intentarlo>>. Sintió un pellizco en el dedo del pie, y lo levantó súbitamente. ¡Qué injusto era el mar! Castigarla de ese modo simplemente por querer proteger su delicado corazón, por privarlo de una continua sensación de fracaso, que la llevaría a sentirse inútil, a sentirse muerta en vida. Había aprendido a rechazar a su curiosidad innata, y adecuarse a los quehaceres de sus compañeros de vida. Al fin y al cabo, ellos serían los encargados de recordarla, de hacerla existir. Necesitaba que la quisieran, que la aceptaran, para poderse permitir ser como la playa, y no como uno de sus miles de millones de granos de arena. No quería desaparecer como una gotita de lluvia en un charco. Ella sería el charco.

Hacía muchos años que había rechazado su desnudez. Incluso había sustituido su manto de arena, que caía a la mínima ráfaga de viento, por uno de seda, resistente. Había contenido la araña que lo había tejido en su pecho, y la liberaba en cuanto cualquier navaja atravesaba sus carnes, y lo destruía. Entonces, sus ocho patitas hacían cosquillas por sus heridas (por lo menos la hacían reír entre sus lágrimas), y poco a poco tejían de nuevo la tela. Una y otra vez. Pero nadie curaba las heridas que quedaban ocultas.

Notó el movimiento de las aguas tras su espalda, pero decidió no girarse, prefiriendo admirar unos instantes más la inmensidad que se extendía hacia el infinito mientras una piel conocida abrazaba su cintura. Un estremecimiento erizó el bello de sus brazos y su nuca, cuando recibió aquella muestra de apego hacia su antigua enemiga. Le había costado sentir una pizca de tolerancia hacia aquella parte de su cuerpo, y había soñado con deshacerse de ella noches y días enteros. Su agonía había brotado hacía un tiempo en forma de lágrimas, al pensar que estaba condenada a mantener aquel manto de grasa pegado a su abdomen, cuando sus dedos ansiaban sentir otro cuerpo al acariciarse. Un cuerpo con una cintura escandalosamente fina, tanto como para poder ser envuelta en un anillo de oro.

Cerró los ojos, y permitió que la brisa de su lugar favorito la impulsara a volar. Viajó con el aire, a tres años atrás, cuando tenía diecisiete, y empezaba a hacerse una mujer. Frente a sus ojos se materializó su propio reflejo en el cristal. Era un espejo lo que tenía delante. Oh no, de nuevo tenía en frente a su enemiga, pero estaba más poderosa que nunca. ¿Cómo podía en algún momento de su vida haber amado aquellas curvas? Las modelos no las tenían. Sus amigas no las tenían, o no tanto como ella. Ella quería ser una mujer de verdad, quería no sólo ser una mujer, sino una mujer que gustara, una mujer atractiva, alguien que llamara la atención. Pero su montañita no podía competir contra los anillos o las avispas. La gente no buscaba la tierra y la hierba, blandas montañas, sino el oro. ¿Cómo podría igualar los pinchazos de las avispas para llamar su atención?

Playa de mi vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora