Amistades

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La niña, sentada en las rocas, apoyada sobre el suelo con los brazos a su espalda, escuchaba el murmullo del mar. La niña ya no era tan niña como cinco años atrás. Había aprendido los secretos de ser mayor, y los aplicaba con cautela, avergonzándose en su interior por tener la necesidad de ir con pies de plomo. Sentía verdadero pavor de que esa actitud feliz y calmada, de inagotable alegría, no fuese algo natural e intrínseco de su persona. Aunque procuraba no pensar en ello, muchas veces un torrente de preguntas sin respuesta afloraba en su mente, e inundaba todos los recodos de su cuerpo, escondiendo cualquier amago de alegría real.

Un escalofrío la recorrió de abajo a arriba, empezando por sus desnudos pies, cuyos deditos habían quedado arrugados por el prolongado contacto con el agua del mar, y que pese a llevar ya un buen rato al aire, todavía parecían quintuplicarle la edad. La sensación pasó, entonces, por sus rascadas y amoratadas piernas, que tantas caídas habían sufrido. Era torpe, ya se lo habían dicho infinitas veces. Tantas, que la pequeña, que ya no era tan pequeña, había acabado valorándolo como un aspecto de su personalidad. Ya no trataba de agarrarse a alguna farola o muro cuando estaba a punto de caer. Al fin y al cabo, estaba destinada a que sus piernas tocasen el suelo, a que su blanca piel se tornase morada, y la sangre cubriera sus rodillas. Y quién era ella para dejar de ser aquella niña torpe. No osaba hacerlo.

El escalofrío había llegado ahora a las rosquillitas que tenía por barriga. Recorría valles y montes, y valles y montes, y se introducía en su profundo ombligo. La chiquilla se miró la barriguita. Algunas gotas de agua, que aún caían de su pelo empapado por el mar, el mismo mar que antaño había sido su peor pesadilla, resbalaban sobre su abdomen, y bajando por la primera de las protuberancias, se introducían en el surco que la seguía, y allí se quedaban. Otra gotita cayó más abajo, y se introdujo también en el surco que la precedía. ¡Qué curiosa era su barriguita! Separó una de las manos del suelo, inclinándose sobre la otra para no caerse, y con un dedito tocó una de las curiosas montañitas en la que su mente seguía fascinada. Su dedo se hundió un tercio, y decenas de surcos surgieron a raíz del pequeño pozo que su índice había creado en la carne, como rayos de sol. Una nueva gota, algo más grande que las anteriores, bajó por su piel y se introdujo en ellos. <<Qué hermoso es el cuerpo humano>>. Pensó la pequeña, que tal vez, sí era tan pequeña.

Entonces, el escalofrío dejó atrás la lluvia, los ríos y las montañas, y se aproximó, veloz como una idea, a su pecho, introduciéndose en su interior y haciendo palpitar su corazón como si estuviese corriendo una carrera. Y en verdad lo hacía, aunque lo había olvidado, absorta en la contemplación de su interesante cuerpo. Era una carrera contra los cinco años, contra la infancia y su anormal oscuridad, y la estaba perdiendo.

<<Céntrate en el mar, mira cómo las olas se acercan y se alejan, se acercan y se alejan, se acercan...>>. Las olas se quejaban al chocar con la piedra mojada a sus pies, como si fuese culpa de la misma piedra interponerse en el camino de sus aguas. Qué curioso, como hasta el mar puede malinterpretar la posición aleatoria de las rocas como un ataque. <<Y por ello>>-pensó la niña- <<contra ellas sus olas arroja con tanta furia>>.

Aunque ya no se permitía sentir miedo del océano, de su agua salada y sus oscuras profundidades, seguía sintiendo una profunda amargura por ese enorme manto azul, verde, blanco y marrón. Era una emoción movida por la envidia. Porque el mar se quejaba, aunque no tenía motivos, y ella, que tal vez los tenía, o tal vez no, debería renunciar a su seguridad y su estabilidad si quería mostrarlos, y arriesgarse a perder la carrera, de nuevo, contra la niñez, transformándose así en aquella pequeña de cinco años a ojos del resto. Y a los suyos propios.

Sin embargo, la pequeña supo reconducir la envidia a su favor. Así pues, el rugir de las olas ahora ya no la desquiciaba, más bien reconfortaba a ese pequeño rollito de carne, cuando se imaginaba que era ella la que emitía el sonido y no el mar que se extendía, infinito, a sus pies. <<Qué suerte tienes, charco gigante, por tener el poder suficiente como para hacerte escuchar>>. – Pensó la niña. - <<Yo en mis diez años de vida, tan sólo he sido tomada en serio cuando el carmesí ha teñido mis blancas medias, pero nadie ha prestado nunca atención a los truenos en mi cabeza, cuando aparece esa triste tormenta en mis ojos y no me da tiempo a ocultarla>>.

Playa de mi vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora