13. Marry me, Juliet

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La historia que estoy por contarte, muchacho, no es del todo mía. Aunque estuve ahí por más tiempo que tú, creo que en realidad, esta historia ahora te pertenece a ti.

Cecile era la más joven de las tres y eso le quitaba tanto peso de sus hombros que muchas veces solía envidiarla. Ella siempre era alegre y era capaz de sanar hasta el más roto corazón, pero era una soñadora, con la cabeza siempre en las nubes.

-Cece.- solía llamarla, y ella siempre sacudía la cabeza para despabilarse de cualquier cosa que la estuviera distrayendo.-Llegarás tarde.-

Ella se retiró de la ventana, esa única ventana en nuestro pequeño piso en París, no era tan grande como los ventanales en el Palacio de Versalles, pero sí lo suficientemente amplia para que Cecile pudiera descansar sus brazos y recostar su cabeza en ellos, y así poder soñar despierta mientras veía las nubes.

¿Con que solía soñar? Nunca lo supe, jamás me lo dijo.

-Siempre dices que llegaré tarde.- decía ella.- Y siempre logro demostrar lo contrario.-

-Solo porque tienes mucha suerte.- respondía yo.

Y nunca fue una mentira, Cecile parecía ser la persona favorita De Dios. Era hermosa de rostro y aún más hermosa de alma, tenia una melodiosa voz que usaba para cantar cuando estaba triste, sus abrazos eran los más cálidos del mundo y todos los que llegaban a conocerla la amaban de inmediato.

Ese día salió de casa con su cesta en mano, llena de pan y algunas prendas remendadas. Éramos brujas si, al menos Reine y yo lo éramos, pero Cecile no. Incluso en la repartición de dones, ella seguía siendo la favorita, porque no tenía magia.

Francia era famosa por quemar brujas frente a las iglesias y, aunque éramos brujas astutas, como muchas otras lo eran, nunca nos emocionó la idea de hacer dinero con nuestra magia. Así que ejercíamos oficios de mujeres normales: Yo horneaba, Reine remendaba prendas y Cecile repartía los encargos.

Salió por la puerta y bajó las escaleras, de dos en dos, como siempre solía hacerlo, hasta la entrada donde saludó a algunos vecinos que encontraba en su camino y se aventuró a la ciudad. Reine siempre decía que Cecile nunca estaba, por completo, con nosotras. Que, incluso, vivía en un París distinto al nuestro.

Pues mientras nuestro Paris estaba en guerra, las calles estaban manchadas de sangre, el cielo siempre era gris y las avenidas tenían un horrible olor a orín y muerte, nuestra hermana menor parecía no notarlo. No, su mente siempre estaba perdida, tal vez en un lugar distinto, uno en el que el sol siempre era brillante, donde los castillos estaban hechos de nube y olía siempre a lavanda.

-Si yo pudiera soñar como lo hace Cecile.- solía decir Reine mientras apuñalaba los pedazos de tela con la aguja, creando puntadas perfectas.- Tampoco querría poner los pies en la tierra.-

Su caminata la llevó a todos los lugares donde debía hacer sus entregas, todas a tiempo y en forma. Si, siempre lo demostraba.

Se dirigió hacia el mercado y, tu padre solía decir, que jamás pensó que aquel lugar, siempre tan ruidoso y lleno de gente, pudiera ser el mismo lugar que le daría la bienvenida a un ángel como ella.

Solía decir que la vio desde pocos pasos de distancia, aún sostenía su cesta pero ya no iba llena de pan o tela, sino de quesos y patatas. Llevaba ese vestido anaranjado que Reine le había confeccionado y una pañoleta blanca en el cabello, a juego con las mangas de su vestido. Su melena rizada siempre parecía flotar en el aire, incluso aquel día que la llevaba sujeta en grueso moño.

Y, según él, ese sol del mediodía, tan poco favorecedor para las personas comunes, la bañaba de luz de una forma que la hacía parecer el astro más brillante y divino de todos. Ese día Jean Dubois, juro, quedar encantado de tu madre.

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⏰ Última actualización: Mar 21 ⏰

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