Bissaine

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París olía a sangre y otros desperdicios humanos

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París olía a sangre y otros desperdicios humanos. Habían transcurrido apenas unos días desde la masacre de San Bartolomeo y la ciudad no se decidía entre volver a la rutina o enfrentar lo sucedido. ¿El resultado? Lo de esperarse. La nobleza siguió a su ritmo, mientras que los trabajadores laboraban bajo el sol del verano, removiendo los cientos de cuerpos varados en los bancos del Sena.

—Evite ese camino, monsieur. —Un hombre conduciendo una carreta llena hasta el borde de cuerpos en descomposición se detuvo para advertirme—. Un caballero de su clase no debe tener amigos o familia en ese lote. No merece ensuciar su capa con lo que vuelcan las alcantarillas.

Entendí que su advertencia no era por mi bienestar. Trataba de llamar mi atención de dos maneras, la más sencilla era tocar mi corazón, o mi bolsillo. La segunda me ganaría una advertencia a gritos, que alertaría a alguno de sus amigos con aspiraciones a ratero, a convertirme en otro cuerpo entre tantos y quedarse con todo. Opté por la limosna. No es que no pudiera lidiar con la violencia, pero tenía en mente cosas más productivas.

Era el lugar y el momento indicado. Como dije, donde hay un cuerpo inerte, puede haber dos o diez, y, de igual manera en que un cuervo se hace espacio en las murallas, esperando que la muerte haga su trabajo, un vampiro no ha de resistirse a hacer cena de moribundos entre los números, o de aquellos que se prestaban a llevar los muertos a un lugar de descanso.

Odio confesar que, a pesar de que mi deducción fue cierta, dar con el bebedor de sangre en ese lugar no fue sencillo. No tengo paciencia para el sufrimiento humano. No reparan en infligirlo, pero, al mismo tiempo, insisten en que las víctimas se eleven sobre el mismo con dignidad. Es una completa hipocresía, para la cual nunca pensé que se prestaría un inmortal.

Pero allí estaba, sobrio, dolido, incluso, o al menos, eso indicaba su lenguaje corporal. Estaba vestido de médico, y apenas si se distinguía la onda oscura de su cabello bajo el sombrero y la máscara de pico. Llevaba un abrigo de cuero fino que protegía su ropa; la única piel expuesta era la de sus muñecas. No era del usual color alabastro de los vampiros. En la vaga luz de la luna se veía casi dorada, como la arena en el desierto. Tenerle tan cerca fue recordar todo lo que una vez amé y ahora aborrecía. Estaba tan entretenido jugando su papel que pude acercarme lo suficiente para escuchar su intercambio con el miserable moribundo.

—No... requiero de un sa... cer... —El hombre a quien sostenía entre sus brazos estaba haciendo lo imposible para dar valor a sus convicciones, aun cuando sus ojos se encontraban nublados con la sombra de la muerte.

—Me temo que el negro de mis ropas y el delirio de la fiebre lo traen confundido, monsieur. Soy un médico.

Se deshizo de la máscara. Diminutos retoños de lavanda llovieron sobre el cuerpo de su víctima. Era evidente que llevaba el disfraz por disimulo, nada afecta a los no-muertos. El hombre moribundo levantó su mano para acariciar el rostro de quien se presentó como su salvador. No pude evitar sonreír, a pesar de estar muriendo, el individuo se estremeció ante facciones inesperadas. Su piel era de un tono oliva, ojos almendrados se escondían entre largas pestañas. El vampiro se inclinó sobre el desahuciado. Por un momento pensé que iba a besar su frente.

En el principio [Inédito]Where stories live. Discover now