Donde los ángeles temen pisar (parte 2)

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—Escucha, demonio, la historia que te trajo a nuestra presencia...

»El tiempo es apreciado por los vivos, inmaterial para los muertos, relativo para las deidades. El mismo se derrama de entre nuestras manos como un río, bañando a los humanos desde el momento en que se asoman del vientre de sus madres hasta el día en que la tierra les da un abrazo final.

»Los breves años entre la cuna y la tumba hacen que la humanidad tema a las deidades, y, a cambio, respondemos con amor, perdón, y paciencia. Pero en estas tierras existen criaturas que, sin pertenecer a los vivos o a los muertos, no responden en obediencia a las leyes de la naturaleza, y se convierten en asuntos que los dioses deben resolver.

»En un principio, la humanidad no supo cómo nombrarlos. Entre rumores aterradores, les llamaban impundulu, los que vuelan con la tormenta. En su burla a la humanidad y dioses, se asomaban en el destello blanco del rayo en la distancia, disfrazados de esperanza, ofreciendo consuelo con sus máscaras humanas, solo para ahogarles en el abrazo de su plumaje carmesí.

»Su lugar en la Tierra no se medía por la cuenta de los años, su existencia estaba anclada a la sangre. Los dioses sabían que estas criaturas llegaron de tierras lejanas, pero, reconociendo en ellos la esencia del principio, la misma compartida por el colectivo de los espíritus, decidieron detener su juicio, con la esperanza de que estas criaturas entendieran su función dentro del orden natural, y aspiraran al balance. Pero, encontrándose con el regalo de la libertad completa, se tornaron intemperantes y codiciosos, atiborrándose de sangre humana hasta que el rojo humedeció sus pestañas en lágrimas de satisfacción.

»Desde los cuatro puntos cardinales, la humanidad clamó a los dioses y dado que, en su forma original, fueron llamados aves de tormenta...

—Recibiste la asignación —interrumpí—. Quedaste a cargo de controlar a los bebedores de sangre. Es por eso que tu nombre es venerable y al mismo tiempo resguardado como el más grande secreto.

—Es lo correcto, demonio. —Jansa acarició sus labios tratando de esconder una sonrisa—. Yo corté sus alas, rompí sus huesos, los cuales dejé a merced del sol hasta que sus tuétanos se convirtieron en una semilla. Alimenté el suelo con sus cenizas y los devolví a la tierra. El brote que salió de esa tierra regada en sangre fue conocido como el árbol de las tormentas, mi asiento de poder.

Colocó su mano entre las entrañas expuestas del árbol de adansonia en el que nos habíamos refugiado y me permitió ver. La corteza que desde afuera se apreciaba resistente y de una tonalidad dorada cubría un interior oscuro, poroso, húmedo y pulsante. Raíces gigantescas se adentraban en la tierra, tocando puertas a mundos olvidados. Si algo comparten dioses, ángeles y demonios, es la noción de que sangre es vida y nada sella un sacrificio de la mejor manera. El árbol era un altar viviente, sostenido por el constante reciclaje de la sangre de sus primeras víctimas.

En el principio [Inédito]Where stories live. Discover now