Observó con atención su ondulación, su danza, su indiferencia, y no pudo contenerse. Sopló en su dirección. Y la vela se apagó.

El asombro se dibujó en su rostro. ¿Acababa de apagar una vela? ¿Era eso posible? No... con el corazón encogido giró hasta el otro pedestal. Y sopló. La llama siguió danzando, impasible. ¿Habían sido imaginaciones suyas cómo lo había sido el rozar la piel de Isaac tras el enfrentamiento con el demonio? ¿Se estaba volviendo loca? Perdiendo lentamente su raciocinio hasta que llegara el punto de no ser más que un mero recuerdo de lo que había sido.

Abandonó la granja a toda velocidad como si sus problemas se fueran a quedarse a atrás.

Como si tarde o temprano no fuese a dejar de ser ella.



Empezaba a amanecer, cuando, ya mucho más calmada, volvió a adentrarse en la granja. Y entonces reparó en los libros, o en la falta de ellos.

Los tomos que habían decorado el suelo, y prácticamente todas las superficies disponibles, se encontraban apilados al lado de la chimenea. Solo quedaba uno encima de la mesa, cerrado.

No recordaba haberlo visto antes.

Se acercó hasta él. No tenía título gravado en el cuero negro ya viejo en el que estaba encuadernado. Seguramente lo tendría en la primera página, pero ella no podía comprobarlo.

Echó una mirada a la habitación, estaba sola.

—¿Naia? ¿Áleix? —No hubo respuesta—. ¿Isaac? —Silencio. Pero ¿por qué le habían dejado un libro que no podía abrir encima de la mesa sin decirle nada? ¿O simplemente lo habían dejado allí sin que fuera expresamente para ella? No tenía demasiado sentido... en plena noche era la única que estaba despierta.

La madera del techo crujió y toda su piel se erizó. No pudo contenerse: se giró y comprobó que no hubiera nadie detrás. No lo había.

Se sentía observada, nerviosa. Que muchas de las velas se hubieran apagado a pesar de que el sol todavía no iluminaba el cielo no ayudaban a hacer la situación menos espeluznante.

Echó un nuevo vistazo a la habitación para acercarse después hasta el pasillo y escuchar atentamente. Ningún sonido llegó a sus orejas. ¿Qué hacía?

Sus ojos volvieron inconscientemente hasta el pequeño tomo que descansaba en la mesa, inofensivo. Misterioso.

Tenía que esperar a que alguien se despertase para poder descubrir qué había en él, pero a la vez... Necesitaba saber qué contenía. Quien de ellos lo había dejado allí sin decir nada y por qué. Era... Era importante.

Le echó un último vistazo antes de internarse en el pasillo y avanzar hasta la habitación que Naia se había adueñado. Paró delante, indecisa. No era tan temprano, faltaba poco para que se despertasen se dijo.

—Naia. Naia. —Se escuchó diciendo. Era su equivalente a llamar a la puerta—. ¿Puedo pasar?

Un gruñido fue la respuesta que necesitó.

Asia se concentró y se materializó dentro del dormitorio. Era sumamente molesto traspasar objetos: como si una mano fría le recorriera todos los resquicios de su cuerpo, cada fibra de su ser tan interna como externa. Lo evitaba tanto como le era posible, y todavía más ahora que empezaba a dominar eso de desaparecer y aparecer dónde le daba la gana.

Todavía tendida en la cama, Naia la observó con el ceño fruncido ante la tenue luz del amanecer que empezaba a colarse por la ventana. Se tapaba con la manta para protegerse del frío gélido y húmedo de las mañanas. Debajo solo usaba el camisón blanco de hilo natural que le había prestado Idara el primer día y una especie de turbante para protegerse las trencitas que había improvisado con retazos de tela.

Cuando la muerte desaparecióWhere stories live. Discover now