7. Cena détox (o cómo morirse de hambre en un hotel de cinco estrellas).

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Eric golpea la madera de la estantería con los nudillos, como avisando de que va a entrar en mi zona de la cabaña.

El ruido acaba con el flashback y salgo de mi aturdimiento para regresar al presente. Ese presente en el que Eric y yo no vemos películas juntos con un bol de palomitas en el regazo, ni comentamos los libros sobre crímenes que destacan en las estanterías de nuestra librería favorita. El recuerdo de nuestro primer beso me ha dejado descolocado por un momento, pero cuando levanto la mirada del ordenador y la dirijo hacia él, el hechizo se rompe y vuelve el rencor hacia Eric.

El equilibrio del universo se restablece.

No debo dejarme llevar por un pasado que él se cargó sin dudarlo. No sirve de nada, de todas maneras; cada recuerdo de nosotros juntos quedó envenenado tras el discurso con el que me dejó. Ha llegado la hora de dejar eso atrás. Toda mi atención debería estar puesta en ganar a Eric.

Claro, que no es fácil cuando aparece así, con la piel húmeda —está recién salido de la ducha— y el pelo revuelto de habérselo secado de cualquier forma con la toalla.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.

Levanto el ordenador con la rodilla a modo de respuesta.

—Buscar nuevos decimales del número pi —ironizo con acritud. Nos conocemos lo suficiente como para saber que no habrá espacio en nuestras cabezas hasta que uno de nosotros venza al otro—. ¿Tú qué crees, Eric?

Ignora por completo mi sarcasmo.

—Ya, pues vístete. Tenemos la cena en diez minutos.

Ahora entiendo por qué se ha arreglado: para ir al restaurante del hotel. Ha dejado un rastro de colonia al venir desde el baño —la colonia que siempre ha usado y que tantos meses tardé en olvidar— y lleva una camisa de lino y unos pantalones blancos. Reconozco el atuendo porque es el que a menudo se ponía cuando salíamos a cenar fuera después de ver una película en el cine. Es el que mejor le quedaba.

La sensación de déjà vu es como una estocada.

Odio saber que por mucho tiempo que haya pasado, todavía tengo su armario entero memorizado.

—¿Tenemos que ir de la manita o qué? —pregunto.

—Pues si quieres que sigamos aparentando que estamos juntos, es lo suyo. —La frialdad con la que lo dice es tan violenta que me pilla por sorpresa. Aunque ya sabemos qué opinión tenemos del otro, se clavan en mí con fuerza sus palabras enfatizando que esto (el compartir cabaña, el dejarnos ver por los otros huéspedes...) es una mera pantomima para poder llevar a cabo la apuesta—. Podríamos llamar y decir que uno se encuentra mal para que traigan la comida a la habitación, pero no podemos hacer eso cada día.

No sé si es porque la competición nos hace literalmente adversarios, pero noto cierto reto en su voz. Un «por mí fingimos, pero si no te ves capaz...». Y no pienso quedar como un cobarde. Me asusta lo que implica, pero estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de quitarle la razón.

Eso sí, debería darme prisa, porque sigo en bañador, sentado sobre la toalla de piscina que puse para no mojar el sofá.

—Me ducho en cinco minutos y estoy —le anuncio.

Suelta un «uhm» impersonal y pasa por delante de donde estoy para salir a la terraza. Una vez fuera, desliza la puerta corrediza para cerrarla y se coloca de espaldas a mí, imagino que para darme privacidad. Es inútil; él se ha ido, pero sigue colgando en el aire su colonia. Es casi asfixiante.

No pierdo el tiempo y me meto en la ducha, cuyos cristales están empañados por culpa de la única persona en el universo que debe de usar agua caliente en pleno verano. Menos de dos minutos después, he vuelto a mi habitación.

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⏰ Última actualización: Feb 14 ⏰

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Cómo resolver un asesinato (antes que tu ex)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora