6. La luz al final (o al principio) del túnel.

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No es que la gente esté sonriendo mientras trata de agarrar un trozo de barandilla —a las nueve de la mañana, nadie en su sano juicio desea estar encajado en un océano de hombros, codos y bolsos—, pero suelen estar perdidos en su propia cabeza. Sólo hay dos cosas capaces de traerlos de nuevo a la realidad: la voz metálica que anuncia su parada por megafonía, y que alguien les eche por encima un café hirviendo de Starbucks por culpa de un traspié.

En mi caso, lo que me hizo reparar en Eric fue el frenazo.

Cuando sólo quedaban diez minutos para llegar a mi destino, el vagón se detuvo de forma abrupta y se desató el caos. Tuve la suerte de estar sentado, porque la masa de gente que estaba de pie se movió en bloque hacia uno de los extremos y todos se precipitaron al suelo como fichas de un dominó.

Entre las pertenencias que volaron por los aires y aterrizaron en las proximidades de mi pie —nunca piensas en las cosas disparatadas que lleva la gente en sus mochilas hasta que caen en tu meñique izquierdo—, distinguí un libro.

El mismo que me estaba leyendo yo.

Mientras los pasajeros se esforzaban por volver a sus posiciones iniciales, me dediqué a investigar de qué manos había salido disparado el libro. No era tan extraño que alguien compartiera lectura actual conmigo (Últimas palabras llevaba meses encabezando la lista de no ficción más vendida), pero aun así me intrigaba. Apenas había tenido tiempo libre para leer esos meses, pero lo que llevaba lo había devorado.

No tardé en dar con su dueño. El chico del asiento de enfrente carraspeó para llamar mi atención.

—Perdón —dijo—. Es mío, se me ha caído.

—No te preocupes, toma.

Extendió la mano y se lo di como pude. Por increíble que parezca, había cuatro personas en el limitadísimo espacio entre nuestros asientos. Sonreí de medio lado.

—Te va a encantar. —Tras ver su expresión confundida, añadí—: El libro, digo. El segundo caso es mi favorito.

El chico fue a responder algo, pero la megafonía lo interrumpió y terminó dándose por vencido. Afortunadamente, el tren reanudó la marcha y tres cuartas partes de los pasajeros se bajaron en la siguiente parada. Él no.

—Por fin se vacía esto un poco —comentó, y bajó las rodillas al suelo. Las había estado utilizando como escudo para impedir que los que estaban de pie le tiraran el libro—. ¿Qué decías, que el de Ian Douglas es tu favorito?

—Sí. Me parece fascinante el caso.

—Era un cabrón muy escurridizo —coincidió.

En realidad, no recordaba si el capítulo sobre Ian Douglas era el más interesante específicamente en el libro —lo había leído hacía varios meses—, pero sí era el que mejor conocía. Una cadena escocesa había hecho un documental de seis partes el año anterior y también me había comprado una biografía sobre él y su cómplice de crímenes al terminar la serie. Lo único que sabía era que gracias a la sección dedicada a Douglas en Últimas palabras había aprendido nuevos detalles.

—Sí, aunque tampoco es que los policías de Glasgow fueran muy brillantes en esa época. Lo tuvieron en el cuerpo un año entero y nadie sospechó nada.

Asintió, satisfecho con mi respuesta.

—¿Te gustan los crímenes?

—Vas a tener que matizar esa pregunta —bromeé.

—Sabes a lo que me refiero.

—La verdad es que no lo sé. Podrías estar invitándome a cometer un delito contigo, en cuyo caso rechazaría amablemente tu oferta; o a lo mejor sólo quieres saber si he visto la última temporada de Ley y orden: unidad de víctimas especiales

Cómo resolver un asesinato (antes que tu ex)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora