Capítulo 7

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Las espadas entrechocaban una y otra vez a una velocidad cegadora. Uno de los oponentes que se enfrentaban era hábil y sereno, no hacía ningún movimiento que no fuera premeditado, era preciso y letal con cada golpe que descargaba contra su rival. Pero ella era rápida como una centella, y poseía una agilidad sobrehumana. Cada estocada era perfecta e impredecible, y además estaban imbuidas de una rabia gélida. Esa rabia relucía en sus ojos y se reflejaba en la hoja de su espada, que no dejaba de dirigir hacia el joven ante ella.

Tras unos minutos de danza mortal en la que ambos parecían igualados, ella realizó una serie de movimientos tan veloces que el otro no fue capaz de verlos venir. Se defendió bien, pero al final su arma tintineó lejos de su mano. Un instante después la espada de ella estaba a milímetros de su garganta. Cruzaron una mirada y él alzó las manos en señal de rendición.

Ninguno de los dos pudo seguir conteniendo la risa. La Princesa bajó la espada y le tendió la mano.

—Bien luchado.

—Lo mismo digo, pero por un momento pareció que tenías intención de cortarme la cabeza.

—No digas tonterías.

Hecathe se apartó los cortos mechones blancos de la frente y se paseó por el borde del campo de entrenamiento, girando la empuñadura distraídamente. Había tenido que contenerse todo el combate para no usar su magia contra Mylod. En las batallas de verdad, no dudaba en descargar todo su poder contra sus enemigos, pero sabía que también debía aprender a pelear sin nada más que su propia fuerza y las armas ordinarias. La arena estaba rodeada de espejos alargados que su madre usaba para adiestrarla. Si no los retiraban era porque era consciente de que mantener la magia bajo control, no dejarse llevar por los instintos que ésta provocaba, era también parte del entrenamiento.

Todo lo hacía para ganar una pelea concreta: la que libraba contra sí misma para ser mejor. Para ser más fuerte, más rápida, más poderosa, más letal. Para ser una máquina de matar al servicio de su reino. Una asesina perfecta.

—Te conozco, Hecathe.

—No me digas.

Su nuevo comandante y ella prácticamente se habían criado juntos. Habían aprendido juntos tanto a leer como a blandir un arma. Era posible que fuera una de las personas que mejor la conocían, junto con la Reina y el Primer Consejero.

—Hoy estabas alterada. No me has dado la más mínima tregua.

—Tendrás que ser más rápido la próxima vez.

—Al menos podrías ayudarme a fingir que lo soy cuando mi esposa está delante.

Hecathe se fijó en que, en efecto, había una mujer menuda cruzada de brazos cerca de la arena. Su largo vestido blanco destacaba entre todas las personas ataviadas con armaduras y camisas.

—Vamos, estoy segura de que tienes otras maneras de impresionar a Leilith.

—Sí, pero esa no es la cuestión. Estás nerviosa. ¿Es por lo de Cavintosh?

Esa era una palabra nueva en el vocabulario de la corte de Ethryant. Sí, aunque hacían más de tres meses que le habían sonsacado a Marsias, ese pobre cobarde de la Insurrección, todo lo que sabía, la sangre aún le hervía de pura indignación. Había sido un duro golpe para el orgullo de todos descubrir que había una isla que no aparecía en ningún mapa, y era el escondite de todos aquellos que habían escogido traicionar a su reino y seguir a los insurrectos. Cerca de Rislock, además. Pensaba reducir ella misma ambas islas a cenizas, con sus propias manos si era necesario, pero dudaba que eso pudiera aplacar su ira. Era consecuencia de tener un carácter tan temperamental. Gracias a los informes de Marsias, habían conseguido averiguar las identidades de algunos de los contrabandistas que trabajaban para Cavintosh y, cuando volvieran a su tierra, iban a asegurarse de que fuera la última que pisaran.

El reflejo de la Reina: ExilioWhere stories live. Discover now