Capítulo 4: Contracorriente

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Miedo.

Decían que Cavintosh era la ciudad de la libertad, del orden, de la paz. A la persona encaramada a los tejados del Barrio Occidental le parecía que era la ciudad del miedo. Podía sentir el miedo vibrar en cada casa o guijarro de las calles. Los habitantes de esa isla eran como animales escondidos en sus madrigueras, escuchando los pasos de los depredadores en el exterior. Cada día se preguntaban si sería el último, el día en que todo lo que la Insurrección había construido ardería. Ellos no podían saberlo, pero ese día se acercaba.

Sonrió, orgulloso de ser uno de los depredadores.

Encontraba aquel lugar verdaderamente patético. Los insurrectos se creían muy listos y fuertes, seguros de estar a salvo de sus enemigos. Al final habían olvidado lo poderoso que era ese enemigo. Habían olvidado que eran hormigas blandiendo armas contra un dragón. Pensaban que retirando los espejos de la isla iban un paso por delante, y ese pensamiento le provocaba ganas de reír a carcajadas. A aquellas que deseaban ver ese lugar desaparecer les bastaba con uno solo para borrar ese lugar del mapa. Los líderes de la Insurrección eran arrogantes, pero unos arrogantes aterrorizados.

Más que una ciudad, Cavintosh parecía unas ruinas, no sólo porque había sido edificada sobre los restos de la antigua civilización que habitó allí siglos atrás, sino por los edificios grisáceos y desvencijados. Las personas también parecían ruinas, con su filosofía de la disciplina, la obediencia y la austeridad, además de por la ausencia de las partes esenciales de sí mismos que habían renunciado tras abandonar su tierra natal y rechazar a sus nuevos gobernantes. La verdad era que no le daba ninguna lástima que ese lugar estuviera condenado.

Su capa oscura ondeaba fundiéndose con la oscuridad mientras saltaba de tejado en tejado, silencioso y veloz como una sombra. Más abajo, los soldados del general hacían la ronda nocturna, a falta de algo más heroico con lo que entretenerse. Al parecer, eso era lo único que los hombres de Cavintosh podían hacer: unirse al ejército y, si no te consideraban apto, dedicarte a la pesca o a la artesanía. Era como si la Insurrección hubiera desechado todos los avances que había hecho la sociedad en las últimas décadas, retrocediendo varios pasos atrás. Exasperantemente aburrido, reafirmó. Todo el mundo aceptaba su papel en Cavintosh, pensando de la misma manera y obedeciendo ciegamente al general Fyodor Aursong y al príncipe Eneas Garathard.

En realidad, puede que no todo el mundo. Al menos, había alguien que no parecía tan dispuesta.

Logró esquivar a todos los vigilantes nocturnos, ascendiendo por las calles hasta llegar a ese pequeño castillo de piedra que coronaba la ciudad. Había otro en el otro extremo de la montaña Vint. El lugar estaba sorprendentemente poco vigilado, seguramente porque pensaban que era demasiado seguro como para que a nadie se le ocurriera atacarlo. Esa no era su intención aún, pero esperaba que no quedara demasiado tiempo para que ese momento llegara. Se encaramó sobre los muros que rodeaban la casa, y una vez encontró un punto desde el que los guardias no podían verle, se limitó a esperar. Había habido más agitación de la habitual en los campos de entrenamiento, y sospechaba que Aursong podía estar tramando algo. Nada especialmente importante, esperaba. Estaba acostumbrado a las noches en vela, vigilando, por no hablar de su insomnio. Sospechaba que cierta dama de compañía de esa misma casa también lo sufría, pero no era muy receptiva sobre el tema.

Con cuidado de que no lo vieran, se paseó por el borde de los muros para rodear la casa. Esa seguridad dejaba mucho que desear, a pesar de la "inmensa destreza" del ejército insurrecto. Todo parecía estar en orden hasta que llegó a la parte trasera del edificio, donde no había apenas guardias, y le pareció escuchar un ruido. Frunció el ceño al reconocer incluso en la distancia la voz del general. Ya era noche cerrada, ¿qué estaría haciendo fuera?

El reflejo de la Reina: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora