XV. Perdón Annabeth

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Aún conmocionados, salimos de la chatarrería. Encontramos un camión viejo que arrancó, así que nos subimos todos.

Thalia conducía, pues parecía menos aturdida que los demás.

-Los guerreros-esqueleto aún andan por ahí -nos recordó-. Hemos de seguir adelante.

Avanzamos por el desierto bajo un cielo límpidamente azul. La arena brillaba de tal modo que no podías ni mirarla. Zoë iba en la cabina con Thalia; Grover, Percy y yo, en la caja, apoyados en el cabrestante.

-¿Qué le vamos a decir a Nico?-pregunté, mirando la figurita.

-No lo sé, Andy- respondió Percy.

Seguimos en el camión hasta que se quedó sin gasolina. Estábamos en medio de la nada. No había mucho que ver. Desierto en todas direcciones y, aquí y allá, algún grupito de montañas peladas y estériles.

El cañón era lo único interesante. El río en sí mismo no era gran cosa: tendría unos quince metros de anchura y unos cuantos rápidos, pero había abierto una garganta muy profunda en mitad del desierto. Los riscos se precipitaban vertiginosamente a nuestros pies.

-Hay un camino -señaló Grover-. Podemos bajar al río.

Estiré el cuello para ver a qué se refería y descubrí por fin un saliente diminuto que bajaba serpenteando.

-Ya... Como que no vamos a poder bajar por ahí.

Decidimos seguir el cañón corriente arriba, hasta que encontramos un parte menos profunda. Había un puesto de alquiler de canoas. Cogimos un par y las pusimos en el río.

-Tenemos que ir corriente arriba-indicó Zöe. Su voz sonaba ronca-. Los rápidos son muy violentos.

-De eso me encargo yo-respondió Percy.

Estaba intentando ayudar a Grover a subir a la canoa cuando Thalia se nos acercó.

-Pensaba que irías con Zöe- le dije a la hija de Zeus-. No creo que quiera ir con Percy.

No respondió.

Cuando estuvimos en las canoas aparecieron una náyades. En cuanto Percy se lo pidió, estas eligieron una canoa cada una y nos empujaron. Íbamos tan rápido que Grover cayó sobre mí.

Aceleramos río arriba; las paredes de roca se alzaban amenazadoras a ambos lados. Los riscos del cañón eran cada vez más altos. Sus sombras alargadas cubrían el agua y la enfriaban aún más, aunque el día fuese luminoso.

Y de repente las náyades empezaron a hacer ruidos. La velocidad de la canoa estaba disminuyendo rápidamente. Miré al frente y descubrí por qué.

No podíamos seguir. El río estaba bloqueado. Un dique tan grande como un estadio de fútbol se alzaba ante nosotros cerrándonos el paso.

-¡La presa Hoover! -exclamó Thalia-. ¡Qué pasada!

Nos quedamos boquiabiertos contemplando aquel muro curvado de hormigón que surgía de pronto entre las dos paredes del cañón. Había personas en lo alto del dique; se veían tan diminutas como moscas.

Las náyades se marcharon. Nuestras canoas giraban sobre sí mismas y empezaban a moverse río abajo, impulsadas por el agua que dejaban escapar las esclusas.

-Doscientos metros de altura-dije, aturdido.

-Construida en los años treinta-comentó Percy.

-Treinta y cinco mil kilómetros cúbicos de agua -añadió Thalia.

Grover suspiró.

-El mayor proyecto constructivo de Estados Unidos.

Zoë nos miró perpleja.

DivididoWhere stories live. Discover now