1

74 33 29
                                    


La brisa mecía las ramas de los arboles haciéndolas danzar, despegando las hojas que caían suavemente sobre las calmadas aguas del lago. Ahí se quedaban por horas, sin siquiera moverse, al igual que el joven que las observaba desde el banco.

Llevaba rato viéndolas caer y seguir su recorrido, con tanta atención que cualquiera que lo viese pensaría que dichos ojos admiraban la octava maravilla del mundo. Pero solo eran hojas danzarinas que, ante sus ojos, parecían caer más lento.

Desde hace años todo era así para él. Sus pasos eran más silenciosos, ya no tenía sentido tener cuidado de pisar fuerte y molestar a los vecinos de abajo. Su corazón ya no latía tan fuerte después de correr, así que ya no tenía que escuchar música mientras lo hacía para no distraerse. La ciudad dejó de ser tan ruidosa, ahora podía pasearse por ella sin preocuparse por el ruido del tránsito.

Y su voz... bueno, ya ni la recordaba.

Sin embargo, lo que más le sorprendió fue el cambio de las personas. Se volvieron más calladas, casi mudas. Muchas no hacían esfuerzo de hablarle y para él, aunque lo hicieran, solo movían la boca sin pronunciar palabra. Justo como lo estaban haciendo dos chicos al frente suyo en ese momento.

Se vio obligado a levantar la vista y fijarla sobre ellos. Movían apresuradamente sus bocas, uno detrás del otro como si estuvieran perfectamente coordinados. Y para acompañar dicha acción sus manos se agitaban con desespero, sus ojos se abrían más de la cuenta y volvían a su abertura normal luego de unos segundos, su entrecejo se arrugaba y de vez en cuando, una de sus cejas se enarcaba.

Él se limitó a observarlos en espera de que al no recibir respuesta de su parte, se marcharan. Según sus quince años entre los humanos, pensó que era parte de lo conocido como sentido común dejar de hablar al notar no ser escuchado. O que recordarían lo aprendido desde niños y dejaran de hablarle a un extraño.

Incluso, traía puestos ambos audífonos que, según los jóvenes, era una obvia señal para que no le hablasen. Y como si uno de ellos acabara de leer sus pensamientos, se acercó a él y arrebató ambos aparatos de sus oídos, los tiró al piso y los aplastó hasta dejar a penas pequeños fragmentos de la casaca blanca.

Este bajó la mirada al suelo y las comisuras de sus labios se curvaron en vista de que estaban destruidos. No le importó mucho, en realidad no estaba escuchando nada, pero le parecía divertido que a pesar de que ellos pensaron que lo hacía, no se apartaron y lo dejaron en paz.

Ya se estaba hartando de mirar sus caras, de observar cada una de sus facciones y de que, a pesar de no escuchar sus voces, identificar cada una de las palabras que dijeron. No quería actuar impulsivamente, su abuelo le dijo que no se metiera en problemas, que por eso lo envió allí, porque era un lugar tranquilo donde la gente era amable. Su abuelo no mintió, pues en un rebaño no todas las ovejas eran blancas.

Estuvo a punto de levantarse e irse cuando alguien más se unió a su amena conversación.

La nueva persona espantó a los otros y se quedó en su lugar. La forma divertida en que ella lo miraba le causó bastante gracia y no pudo evitar sonreír.

Momentos antes esa misma joven iba caminando juntos a sus dos amigos por dicho parque desolado. Pocas personas lo visitaban, por eso era agradable para aquellas que disfrutaban del silencio.

—El té es mejor —afirmó la chica de pelo corto.

—Ni de broma es mejor que el café, Sao —refutó el joven que las acompañaba.

—Hay mil maneras de hacer té,  Theo. De plantas, frutas... Muchas cosas.

—¿Y eso qué?

—¡El café solo se hace de café!, ¿entiendes?

—¿Y de qué quieres que esté hecho?, ¿de nubes?

Los dos jóvenes con la mentalidad de un niño venían peleándose durante en todo el camino.

—¿Tú que prefieres Lara?

—Yo... —No sabía que decir, ni quiera les estaba prestando atención. Su mirada estaba puesta sobre el paisaje y lo que lo adornaba.

Sobre un banco a pocos metros de ellos había un chico que llevaba rato observando el lago, y ella observándolo a él. La perezosa posición de su flacucho cuerpo sobre el banco de madera le hizo ver como una persona cansada de su mera existencia. La vacía mirada de sus celestes ojos le hizo parecer que estaba perdido. Y el leve movimiento de sus cobrizos rizos que hacían un perfecto contraste con las coloridas hojas que caían de los arboles debido al otoño, dejó ver qué aún había un rasgo de luz en su semblante oscuro.

Desde donde estaban no pudo ver bien su rostro, además, su alborotado cabello cubría gran parte de él. Apenas alcanzó a ver sus ojos cuando este levantó su cabeza para mirar a unos chicos que se pararon frente a él.

—No te va a responder, Sao. Nuestra amiga está colada por el pelirrojo de allá.

—Miren, parece que lo están molestando.

Vieron como uno de los chicos le sacó los auriculares y los estrelló al piso.

—¿No son los patanes que van a tu misma escuela, Lara?, ¿Lara?

Ambos voltearon atrás pero su amiga ya no estaba. Corrió hacia el lugar en que estaba el chico.

—Es un estúpido niño mimado —Se burlaron.

—Sí, se ve que eran caros los que acabas de pisar.

—Mira sus ojos, nos mira con desprecio. ¿Qué?, ¿quieres pegarnos?

—¡Basta! —intervino Lara, agitada de tanto correr.

—¿Y esta qué?

—No les hizo nada, déjenlo en paz o se las verán conmigo.

—¡Uy!, que miedo —se burló el que había pisado los audífonos.

—Ya vámonos, no hay nada que buscar aquí.

Se dieron la vuelta y se marcharon. Iban repitiéndose lo que acababan de hacer, se lo narraban entre ellos como si alguno hubiese estado ausente, o como si fuera la más grande hazaña que habían realizado juntos.

—¿Estás bien? —Él no respondió— ¿Te hicieron daño? ¿por qué no los echaste? —preguntó llena de preocupación.

Entonces él sonrió, y ella guardó silencio confundida. Vio como la mirada del chico estaba puesta en un lugar fijo, pero no en ella. Era como si no estuviese viendo nada y a la vez todo. Como prueba de un pequeño experimento se acercó a él y chasqueó los dedos, a lo que el chico respondió frunciendo el ceño.

—No te moviste para nada, pero tus ojos se cerraron y abrieron muy rápido, así que no eres ciego —intuyó—. ¿Por qué no me respondes?, ¿eres mudo? —Sin querer su mirada se dirigió a la parte baja de la banca y vio un par de maletas— ¿Acabas de llegar?, ¿no hablas el idioma?, o solo me ignoras...

En vista de que ella parecía algo triste, el muchacho rápidamente buscó entre sus bolsillos. Sacó una pequeña libreta y una pluma. Bajo la atenta mirada de la chica, escribió una breve nota y se la dio para luego tomar sus maletas y comenzar a alejarse.

Ella leyó la nota y corrió detrás de él.

La nota decía:

No puedo escuchar, y no, no estoy perdido. A menos que te refieras al bullicio de mis pensamientos. 

Notas muertasWhere stories live. Discover now