Su mirada buscó a Asia.

Y allí estaba. Paseándose por el aula sin recibir una sola mirada.

Le dedicó una pequeña sonrisa a Isaac antes de acercase hasta un chico con decisión. Agachándose ligeramente acercó los labios a su oreja y empezó a gritar a todo volumen.

No hubo reacción alguna salvo la suya, un pequeño sobresalto ante la intensidad del grito.

Asia se encogió de hombros y se alejó del chico hasta llegar a una chica. Su mano traspasó su cabeza. Al retirarla la sacudió ligeramente, incómoda. Por su parte, la chica no tuvo reacción alguna más allá de un tenue escalofrío. E Isaac no sabía si era por la mano que le había pasado a través de su cabeza o por el frío que parecía envolver a Asia.

No pudo evitar que una pequeña sonrisa asombrada se dibujara en sus labios ante la escena. Ante lo que estaban viendo sus ojos, ante la existencia de los fantasmas, de un mundo oculto a simple vista.

Y desde varios pupitres más allá, Naia observaba con preocupación como la mirada de su amigo bailaba por el aula sin llegar a ver la chica que le había hecho encogerse para de repente después sonreír.



El timbre de final de clase resonó por los pasillos anunciando el fin de la jornada escolar de un extraño, peculiar, asombroso, agitado y terrorífico jueves. Y se dejaba muchísimos adjetivos en el proceso.

Isaac se apresuró a recoger tan rápido como pudo. Lo tuvo fácil, había sacado el cuaderno para disimular, pero las demostraciones de Asia lo habían distraído de coger el estuche. O al menos un bolígrafo.

Quería evitar a Áleix y Naia a toda costa. Aún no había decidido como enfrentarse a ellos, así que su plan era claro: huir de ellos. Al menos hasta que tuviera tiempo de idear una estrategia para encararlos, que decidiera qué les contaría y qué no. O que mentiras les diría.

—Sígueme —le susurró a Asia con tanto disimulo como pudo. No quería atraer la atención de nadie al estar, aparentemente, hablando solo—. Vamos a mi casa, allí podremos hablar sin problemas.

La chica se quedó paralizada, observándolo fijamente.

—¿A tu casa? —preguntó con la voz algo temblorosa. Aunque había agradecido muchísimo encontrar a alguien que pudiera verla, alguien con quien conversar que no fuera ella misma, con quien intercambiar una mínima interacción humana, acababan de conocerse y la idea de ir a su casa, sola, la asustó un poco.

Isaac lo entendió sin necesidad de palabras. Lo sintió. El miedo, los nervios, el reparo.

—Ey... tranquila. No puedo hacerte nada. No puedo siquiera tocarte.

«Soy un fantasma». A veces todavía lo olvidaba.

—Toda la razón —murmuró. ¿Qué podía hacerle Isaac si ni tal solo podía tocarla? ¿Matarla? Ya estaba muerta.

Expulsó la idea de su mente. Su padre habría estado orgulloso de su instinto de precaución. Su padre... su mero recuerdo fue como una cuchillada en el corazón.

Se apresuró a seguir a Isaac por el pasillo sin acabar de entender a qué se debía la prisa del chico para evitar pensar en él. 

Esquivando alumnos desesperados por abandonar el recinto escolar, a Isaac no le pasó desapercibido como Asia evitaba atravesar a nadie incluso si eso implicaba un esfuerzo extra para no ser arrollada (puesto que nadie podía verla). Esquivar a todo el mundo, sin que nadie la esquivase a ella, la obligaba a girar de manera brusca, pararse de sopetón y tener que acelerar el paso cada dos por tres.

Cuando la muerte desaparecióDär berättelser lever. Upptäck nu