Capítulo 26 - Entre las praderas de Merein.

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          Mientras el sol salía tras la gran espesura de árboles que rodeaban Dynirell, Tharien se movía inquieto por culpa de las pesadillas que acechaban su mente. Las sábanas de fino algodón caían como una cascada blanquecina hacia el suelo de madera, ocultando bajo ellas los cojines de plumas. En su cabeza recordaba la silueta fantasmal de Elwën desaparecer entre la oscuridad, y la voz afectada de Kairine a la vez que se despedía de él con un simple «Nos volveremos a ver». ¿Por qué fue tan necio de no acompañarla cuando se lo pidió? Kyvette no debía enterarse, pero de igual manera, él era su amigo. Agotado, colocando ambas manos a los costados del colchón, decidió bajar al jardín a dar una vuelta. Observando la luz que atravesaba los grandes ventanales, echó una mirada al exterior, donde la mañana aún no había llegado a su punto álgido. Dentro de unas horas, la plaza de Dynirell, al igual que la de Eäril se llenaría de mercaderes y comerciantes venidos de otros puntos de la Península, únicamente para vender todos sus productos importados de lejanas tierras exóticas o de aquellas que disponían de un puerto marítimo en el que podían cargar cajas, cofres e incluso grandes urnas llenas de género de lo más diverso.

          El repiqueteo de las botas sobre las baldosas del suelo se extendía por cada extremo del solitario pasillo. No había ni un alma. Abriendo suavemente la puerta hacia el exterior, divisó a Kyvette entre las grandes ramas de un gran cerezo en flor que había en la zona más alejada del jardín. Su semblante era serio. Muy serio, a decir verdad. Justo cuando fue a dar un paso, se topó con su mirada, antes perdida en la distancia.

          —Se ha ido, ¿verdad? —aquello lo dejó completamente helado, haciendo que los vellos de los brazos y de la nuca se le erizasen como escarpias. En la palma de su mano derecha sostenía una florecilla rosada, mientras que en la otra no había nada. De repente, de sus ojos comenzaron a brotar diminutas lágrimas que resbalaban por sus pómulos hasta caer definitivamente sobre sus rodillas. El corazón lo tenía destrozado. Desde lo alto de aquel majestuoso árbol floreciente se podía observar la vida del pueblo transcurrir con su rebosante ambiente matinal y el paso de la gente de aquí para allá. Unos segundos más tarde, la delicada brisa que discurría aquella mañana soleada le removió la melena azabache, haciendo que cayese encima de sus hombros como una cascada. Bajando poco a poco ayudándose de los troncos del cerezo, quedó a escasos metros de él.

          —Anoche, con las primeras luces del ocaso —soltó lentamente para que no le afectase aún más. Mientras se acercaba, pudo distinguir unas oscuras ojeras bajo sus ojos. Tenían un aspecto horrible y de un cierto color morado con matices azules. Vio que mantenía los puños bastante apretados, llegando al punto en que los nudillos los tenía blancos. La flor acabó aplastada entre sus manos, la cual cuando abrió el puño, cayó secamente en los adoquines del jardín—. Kairine también iba con ella.

          —¿Cómo? —dijo en un tono muy alto, interrumpiéndole. Quedándose parado en el sitio para recapacitar las últimas palabras que Tharien le había dicho, se frotó la frente como si algún insecto le hubiese picado. Resoplando, decidió ir a hablar con su padre para ver que podían hacer para traerla de vuelta sana y salva. Le echó una mirada rápida al joven príncipe y con un gesto, le indicó que le siguiera. Cuando llegaron a la Sala del Trono, encontró a su padre consultando unos mapas junto a algunos de sus consejeros reales, leales y fieles en momentos de debilidad de la corona—. Padre —mencionó a la vez que hincaba la rodilla en el suelo, al igual que Tharien.

          Jahel, al ver la expresión seria de su hijo, se disculpó un momento con sus asesores y fue a ver que le sucedía. Nada bueno, al parecer. Mirándose mutuamente, decidieron salir a dar un paseo por el patio interior para poder explicarle lo sucedido con más tranquilidad. Sentados los tres en un banco de piedra, quedaron en un silencio sepulcral, oyéndose solamente el zumbido del viento a través de las múltiples columnas. El rey reflexionaba cada opción con calma, moviendo la cabeza de lado a lado, negando, al mismo tiempo que suspiraba. Finalmente, una idea atravesó su cabeza.

Bajo las montañas de un sauce gris #Wattys2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora