Capítulo 17 - Proseguid hasta el árbol que llora por sus hojas rojizas.

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          El ulular de un búho se oyó a lo lejos, cerca del riachuelo congelado que tenían al lado del campamento improvisado. El castañeteo de dientes de Elwën consiguió por fin que se despertara, viendo a Kyvette despierto delante de la fogata que en la noche misma habían encendido, ya medio convertida en grisáceas cenizas polvorientas. Miles de estrellas lanzaban pequeños destellos propios e irregulares como las demás, haciendo que así destacaran unas más entre otras. 

          —¿Te encuentras bien? —susurró a espaldas del joven elfo, llegando al punto extremo de asustarle. Las orejas puntiagudas rozaban su melena corta a cada cabezazo que daba de un lado a otro, tratando de mirarla con más facilidad—. Perdona si... te ha ofendido lo que he dicho hoy sobre Dynirell. Mi intención no era para nada despreciar el nombre de la ciudad en la que naciste y...

          —No te preocupes, en tus palabras hay algunas verdades, al igual que otras mentiras —la interrumpió, dejándola con su frase a medias. Esta, sin saber que hacer, puso ambas manos sobre las del muchacho, entrelazándolas con las de él para tratar de transmitirle su confianza y que podía contar con ella para lo que necesitara.

          Los ojos negros de Kyvette observaron puntualmente los de la chica, con curiosidad. ¿Qué estaría pensando él? ¿Ella también estaba enamorada? Notó que el muchacho le estaba observando y sus mejillas adoptaron un color rojizo, por la vergüenza. El sol comenzó a salir entre los pinos silvestres más altos del bosque de Ikeia, distinguiéndose sus rayos dorados a través de las ramas de los grandes troncos nevados, quemados por el frío de la reciente ventisca. La nieve había cuajado durante la noche, dejando el suelo blanco como un manto de armiño blanquecino. Tharien se despertó más tarde del amanecer y, alzando sus brazos al cielo, hizo crujir completamente todo su esqueleto, componiendo así una sinfonía de huesos aullantes.

          Desayunaron un poco de pan, queso, manzanas y pedazos de lomo curado que Mareith les preparó en un pequeño saco de arpillera, junto a dos mantas de piel de oveja para que durante las noches no pasaran frío a la intemperie de la espesura del frondoso bosque de pinos. Cuando acabaron de almorzar, recogieron todas las cosas y pudieron continuar por la senda que les llevaría a Dynirell, entre el cruce de las montañas de Ciudad del Viento y el límite del Valle del Ártheian. El paisaje era espectacular: el núcleo de población de Nestëria se divisaba al norte de su posición, con las costas de aguas de colores aguamarina y turquesa, mezclándose con el verde parduzco de las algas coralinas, mientras que las sierras que componían el pueblo enano de Dûl Rewinth se alzaban imponentes al oeste, con Caërnalis en su delineada base. Ese día, las nubes grisáceas ocultaban su cumbre, impidiendo así que se viera con claridad. Nada más llegar a una especie de meseta en alto, descubrieron una pequeña aldea a no menos de diez minutos de donde estaban. Esta estaba rodeada de cipreses, pinos, abedules y una gran empalizada de madera. La gente ni se inmutaba de la presencia de los muchachos hasta que el caballo de Elwën relinchó, asustando a un grupo de niñas que jugaban con muñecas de trapo viejas al lado de tres mujeres que tendían la ropa.

          —No tengáis miedo, no hace nada. ¿Veis? —les dedicó una amable sonrisa, indicándolas que se acercaran. De la bolsa de cuero que portaba la yegua al lomo, sacó cuatro manzanas, para que las chiquillas alimentaran a Cenebria —que así es como había decidido llamarla—. 

          —Es preciosa —comentó una de ellas, aparentemente la más pequeña de todas, que le llegaba a la altura de la cintura.

          —La verdad es que sí que lo es... —con una de sus manos, acarició la crin de Cenebria, que estaba distraída con las niñas y las manzanas que portaban estas en las manos—. Oídme, chicas. Mis amigos y yo debemos atender unos asuntos por aquí —señaló a Tharien y a Kyvette, apoyados en el poste donde habían atado a sus caballos, esperando a que Elwën acabara de hablar con las pequeñas. La mirada impaciente del pelinegro hizo que a la benjamina de la Casa Real de Eäril se le dibujara una sonrisa en sus finos labios—. Si me prometéis que no le quitaréis el ojo de encima a Cenebria mientras yo estoy con ellos dos, os dejo darle más manzanas cuando salga. ¿Trato hecho? —las cuatro se miraron entre ellas, cuchichearon algo en tono muy bajo y de nuevo, la más pequeña del grupo, asintió con la cabeza.

          Al recibir la respuesta de las niñas, Elwën se despidió y tranquilamente fue junto a los dos chicos, ansiosos por entrar ya en la única pequeña posada que en el poblado había. Les sirvieron un poco de puré de patatas, unos pedazos de cochinillo recién asado —con un olor que te quitaba el apetito nada más mirarlo unos segundos—, hogazas de pan y unos tazones de barro con vino importado de los comerciantes de Nestëria. Cuando sus platos quedaron vacíos, pagaron lo debido y al salir, la joven pelirroja repartió algunas manzanas más antes de irse. Se las dieron y Cenebria quedó completamente satisfecha, relinchando de alegría. <No te podrás quejar, eh>, pensó, acariciándole de nuevo la crin. Continuaron por el camino por el cual se desviaron a la aldea, encontrándose con una mujer vestida con ropajes de colores oscuros y un pañuelo al pelo, para que no le molestara.

          —Buena mujer, ¿Nos podría indicar el sendero a Dynirell? —preguntó Tharien. Esta alzó la cabeza, tratando de descubrir quién era el que le hablaba.

          —Claro: proseguid todo recto, hasta que encontréis un árbol que llora por sus hojas rojizas —los jóvenes se miraron entre ellos, sin entender lo que decía la señora—. Y luego, en el horizonte, avistaréis aquello que buscáis —sonrió, enseñándoles su amarillenta dentadura sin apenas incisivos.

Bajo las montañas de un sauce gris #Wattys2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora