IV

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«¡Sé una dama! Sé una dama...Y por el amor de Dios, no lo estrangules». Los pensamientos de Debrah sonaban como los reproches de su madre, pero cada vez que lord Seymour abría la boca, nunca nada bueno podría provenir de ahí; ¡ni siquiera exhalar! Específicamente eso y cualquier otra cosa que lo siga manteniendo con vida.

Le dirigió una mirada asesina (otra vez), pero a Henry parecía divertirle. ¿Por qué? No tenía monos en el rostro o algo parecido. Y que había visto eso...Una vez, en uno de los bailes de la reina. Lady Smith no la había pasado nada bien...Aunque había sido lo bastante cómico como para distraerse. Se aburría soberanamente en ese lugar. Y, aun así, no podía ser peor que estar atada a Henry en una caminata de ¿Cuánto? ¿Diez minutos? Por el jardín...

—La ventana de tu habitación da directamente a esta parte del jardín, puedes verlo desde ahí y no hacerme perder el tiempo. Ni siquiera te gustan las flores.

—Estas sí, me he convertido en un aficionado de las...

—Camelias—respondió Debrah, inexpresiva ante su falta de conocimiento. Henry pudo haber confundido las camelias con Margaritas y eso le habría dado igual, pero ella no tendría que explicárselo. Ella no debería estar ahí para darle explicaciones de absolutamente nada—. Esto es absurdo.— se quejó en voz baja.

Pero él la escuchó, sus labios se formaron en una perfecta sonrisa de satisfacción, como si su molestia le provocara alguna especie de sensación placentera. O al menos Debrah juraba que así era.

—Bueno, ciertamente no te privaré de acompañarme a mis aposentos si es lo que deseas, Debrah, querida. Me parece que ese es el motivo de tu queja.

Debrah casi chilla en su presencia, de puro fastidio, por supuesto. Sus mejillas estaban tan rojas que Henry no debía imaginar mucho para compararla con un tomate del huerto.

Él le sonrió infantil, como quien hizo una travesura. Se le marcaban los hoyuelos y en algún momento Debrah pensó que lo hacía ver menos insufrible. Hasta inocente, incluso.

Ella frunció el ceño lentamente, estrechando sus ojos que ya comenzaban a parecer filosas dagas.

—¡Oíste mal! ¿Cómo te atreves? La única razón por la que yo desearía estar en tu habitación, es para ahogarte con una almohada mientras duermes.

Pero él lucía imperturbable a sus amenazas. Se giró y arrancó una de las camelias rosas y luego se giró hacia ella, ofreciéndola.

—Para ti—murmuró—. Y que sepas que con esa actitud es muy difícil atrapar un marido.

—Eres un...

—¿Un qué? ¿Un idiota?—su mirada resplandeció con un brillo agudo que indicaba peligro y Debrah retrocedió cuando Henry decidió dar un paso adelante—¿Un vulgar libertino que pierde su tiempo? ¿Un mujeriego? Y déjame decirte que ese sí es un término vulgar, que estoy seguro de que usaste muchas veces, tiene tan poca clase. Yo preferiría algo más poético; me describo como alguien que no puede amar a una sola mujer, porque cada mujer tiene cualidades que las vuelven única a mis ojos, todas distintas, todas deseables, de todas se aprende un poco; y he aprendido mucho. Pero tú, Debrah...Eres el perfecto estereotipo de mujer banal, irritante y hasta me atrevería a decir...castrante.

Henry sonrió y eso fue suficiente para que la mano de Debrah actuara por si sola y destrozara la pobre camelia sobre la vacía cabeza de Lord Seymour. Pétalos volaron aquí y allá y aunque en Henry no haya causado el menor estrago, sino, más bien, desatara su risa, Debrah continuó golpeando hasta que las palmas de sus manos lo golpearon con ahínco sobre los hombros.

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