Capítulo 40

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David

León volvió a finales de octubre y se quedó dos semanas. Para entonces yo ya asistía a terapia con mi madre y me integré a otro grupo de amigos en la escuela. No me sentía como la maravillosa versión de mí mismo que anhelaba ser, continuaba preocupado y abrumado, y en general todo se sentía parecido, pero un poco diferente. Hablaba más con mi madre, lo que estaba bien. Me llevaba mejor con los vecinos, lo que también estaba bien. Y bueno, de alguna forma me sentía un poco mejor.

Durante la visita de León mantuvimos una distancia cordial. Incluso doña Fina con su personalidad distraída se dio cuenta, y la verdad, siento un poco de pena por ella, porque seguro le hemos traído malos recuerdos.

No creo que León y yo podamos ser amigos de nuevo, al menos en un futuro próximo. Todavía tengo sentimientos por él que echarían a perder la amistad, y aunque él lo ha callado, se siente incómodo conmigo, lo sé por su voz, por la manera en la que escoge sus palabras. De todas formas, me alegra que no estemos peleados, que al menos estemos lo bastante bien para intercambiar palabras de ser necesario, o escuchar el nombre del otro sin caer en la angustia. O en mi caso, no del todo en la angustia. Quiero creer que podremos seguir adelante.

Con todo y todo pareció disfrutar de su estadía. Eso me alegró. Alguna vez me dijo que octubre era de sus meses favoritos y hubiera odiado arruinárselo. Es el tipo de persona que decora su casa, hace maratón de películas de terror, se pone a leer leyendas urbanas y todo eso. Disfruta de la época como un niño. Doña Fina dice que se la pasó comiendo mandarinas y pan de muerto, y que quedó fascinado con este último porque era distinto al de Puebla, con forma humanoide en lugar del típico pan circular.

Por primera vez vi a doña Fina preparar un altar para su difunto esposo, en el que se podía ver una antigua fotografía del señor Casiano, recuperada gracias al trabajo de limpieza en casa de Lupe (a saber cómo terminaron tantas fotos suyas ahí, supongo que el desorden extremo crea portales que se tragan las cosas perdidas). Era pequeño, y además de las flores de cempasúchil tenía dos frascos con margaritas y dalias.

Ese año tuvo la compañía de su nieto durante el día de muertos, y la verdad no sé si conversaron de algo en especial. Una parte de mí aun sentía curiosidad por esa familia, y tuve que recordarme que su vida no estaba para mi entretenimiento y sepulté el interés.

León se fue antes de mi cumpleaños, que cae el dieciséis de noviembre, y en cierta forma lo agradezco.

Cuando mi mamá me preguntó que quería hacer ese día, le dije que salir de paseo. Ella me preguntó que prefería, si la ciudad o la naturaleza, y yo le dije que, de ser posible, quería ver el mar. A pesar de que la idea se me ocurrió en el momento fue como si el anhelo llevara tiempo viviendo en mi corazón.

Llegamos al mar en unas horas. No nos metimos a nadar porque era un día frío, pero nada de eso importó. Yo solo había visto el mar en películas, y pese a que pasear por la playa puede ser medio fastidioso por la arena, es el tipo de fastidio que realmente disfrutas. Creo que en verdad amé sentir la brisa salada y observar el oleaje, da igual que eso me haga sonar como un anciano. Mi madre y yo paseamos largo rato, casi siempre en silencio. Luego fuimos a comer a un restaurante de mariscos bastante lindo, y descubrí que los camarones empanizados son un platillo buenísimo.

El lugar estaba pintado de blanco y azul, con decoración de conchas y caracoles falsos, dibujos en las paredes de graciosos animales marinos, mesas de madera clara y luces de navidad doradas. Sí, sé que suena estereotípico, pero supongo que a veces se puede hacer algo estereotípico y que resulte agradable. Se sentía familiar, como si se hubiera tratado de mi restaurante favorito de la infancia. No sé por qué. Me gustaría volver algún día.

Motas de polvo en la historia del mundoWhere stories live. Discover now