Capítulo 39

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Adela

—¿Hay algo que pueda hacer para hacerte cambiar de opinión? —le pregunté a León en un murmullo.

Me encontraba recargada en el marco de la puerta de su habitación mientras él rellenaba solicitudes de empleo en su escritorio, dándome la espalda. Hablé por hablar, León tomó su decisión y a esas alturas entendía que era imposible controlar la vida de mi hijo, aunque lo deseaba con toda el alma.

«Vas a ser miserable» pensé. Ojalá pudiera explicarle cuanto quería protegerlo.

En lugar de responderme o buscar pelea se giró hacia mí en silencio. Desde hace unos días estaba cambiado. Como ausente, con una expresión extraña en sus ojos.

—No puedo regresar a la universidad. No aún —dijo por fin—y tampoco puedo quedarme en casa sin hacer nada. Necesito saber qué tipo de vida quiero vivir.

—La mayoría de la gente no piensa en esas cosas. Solo...estudia lo que puede, trabaja y se casa. No tienes que pensarlo tanto. A nadie le importa si en realidad ya no te apasiona el arte y de todas formas a nadie le gusta realmente su trabajo.

Poco después me sentí avergonzada de mis propias palabras ¿En qué momento me volví tan conformista?

—Lo sé. Pero yo quiero hacer algo que me importe. Para mí vivir por inercia no tiene sentido. Quiero recordar lo que se siente amar hacer algo, y necesito tiempo para averiguar qué es ese algo.

—Entonces ve a la universidad —dije con firmeza mientras me acercaba a él—. Ahí tendrás la oportunidad de experimentar todo tipo de arte y podrás conocer a muchas personas diferentes. He visto el plan de estudios, tienen materias de dibujo, escultura, grabado... tendrás tiempo para ver qué es lo que realmente te apasiona.

—No puedo preocuparme por la escuela mientras trato de entenderme a mí mismo. Necesito tiempo para mí antes de comprometerme con la universidad —exclamó con un dejo de frustración.

—¿Y crees que trabajar es fácil? ¿Cuánto tiempo vas a tener para ti mientras te rompes el lomo en un trabajo mal pagado?

—Una cosa es trabajar de forma mecánica y otra tener que estudiar. Por lo menos después de trabajar no tengo que preocuparme por las tareas o los proyectos.

—Claro, y cuando al fin entiendas que es lo que quieres ya se te habrá pasado el tiempo y te estarás graduando a los treinta años y todas las buenas oportunidades se te habrán ido —le dije alzando la voz mientras apretaba los puños.

—¿Por qué tienes que ser tan pesimista? —susurró con tristeza. Me quedé helada. Nada de ira, nada de gritos, solo un muchacho que me observaba desde abajo con ojos cristalinos— ¿por qué no puedes tener fe en que las cosas van a salir bien?

Me esforcé por mantenerme firme.

—Porque yo sé cómo funciona la vida.

—No lo sabes, no puedes adivinar el futuro y no puedes asegurar que todo saldrá mal solo porque no hago lo que dices.

—¡Claro que puedo! ¡Porque no importa lo que hagas y cuánto te esfuerces las cosas son como son y nunca cambiarán! —grité con la voz desgarrada.

Sus cejas se alzaron y entreabrió la boca con una expresión de sorpresa. Al darme cuenta de que perdí el control me abracé a mí misma y apreté los dientes. Quería gritar, sacudirlo y meterle en la cabeza que la vida es siempre la misma, que sin importar cuanto hablemos de su impredecibilidad estamos condenados a sus reglas. Y las personas no estamos mejor.

Mi madre, Matilde, Roberto, León, yo... nosotros jamás cambiaremos. He pasado mi vida entera esperando que algo cambie, que la existencia sea más que estas reglas tontas que nos condenan a existencias aburridas, repetitivas y alienantes, y finalmente me he dado cuenta de que no vale la pena tener esperanza.

Motas de polvo en la historia del mundoWhere stories live. Discover now