Las muchas formas del pecado (IV)

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#OtrasCuestiones

Beelz no ve al padre Gabriel las siguientes dos semanas. Lo extraña, pero no podía esperar que se llevarán bien por siempre, están en momentos y situaciones distintas, sobre todo cuando él es un adolescente lleno de hormonas y preguntas y Gabriel es un hombre que ya tomó todas sus decisiones y ha hecho una vida. Una vida entregada a una institución que se dedica a perseguir a los raritos no da pie a una larga amistad con uno.

Aún así, no abandona su camino en bicicleta por el bosque. En estos días, cuando al menos dos veces le han devuelto a casa por ir en pantalón y no en falda, ha pensado en renunciar a su casa y huir a la ciudad; ha escuchado que hay casas donde la gente como él puede buscar refugio mientras se hace un lugar. No tiene ni idea en que podría buscar un trabajo, pero suena mil veces mejor que escuchar una vez más las quejas de su madre.

El siguiente viernes en la mañana, mientras evita los charcos más grandes de lluvia, Gabriel le espera en la entrada del bosque, debajo de un farol, no lleva ropa de correr, sino un traje de dos piezas negro. Es un color que le hace ver más severo de lo que es, aunque resalta el azul de sus ojos. Beelz tiene la premonición de que, sea lo que sea que suceda, no habrá vuelta atrás en su vida y, tiene este instante para arrepentirse.

En su lugar, se baja de su bicicleta y camina al lado de ella.

El sacerdote levanta una tímida mano para saludarlo y sonríe. Es una sonrisa triste y amable.
―Padre Gabriel.
―Beelz. ―Es la primera vez que lo llama por su nombre―. ¿Cómo has estado?

Duda. Sus charlas son menos ligeras, más interesantes, más llenas de la espesura encantada de la fantasía y la retórica.
―¿Bien? ¿Mal? ―prueba, sin convencerse―.

Debería saberlo por las confesiones de mi madre.
Él se sonroja. Una cosa preciosa que le hace echar una sonrisa tonta. ¿Qué ha dicho su madre para que este hombre se interese tanto en él? Es la primera vez que piensa en ello y que se preocupa.
―Bueno, no me interesa tanto lo que las personas opinan de ti. Te he conocido más que ellos.
―¿Más que mi madre? ―cuestiona, con un deje de incredulidad.
―Ella no se ha tomado el trabajo de hablar contigo y saber si lo que te gusta es divertido o no. ―Suena convencido, firme. Beelz parpadea con rapidez, intentando esconder las emociones que se filtran por sus ojos; desde que Crowley le dijo que él no iba a cuestionar su forma de pensarse, nadie le había reconocido tanto. 

Le ofrece una sonrisa rota y comienza a caminar, él no se va, sus largas piernas se acomodan a sus pasos pequeños y tímidos. Se siente acompañado, cuidado, un poco contenido.

El viento frío hace que las hojas secas y mojadas suenen como gritos contenidos, con mil tonalidades dependiendo de la distancia. Ellos caminan por allí con tranquilidad y sin afán. Beelz no sabe si esto es bueno o malo, si el silencio es mejor que la soledad a la que fue condenado con anterioridad. No sabe tampoco si debe preguntar. El hombre a su lado le intimida… no puede mirarlo a los ojos sin sentir que todo dentro suyo tiembla, que su corazón se abrirá paso por su pecho, acabando con todo, salpicando todo de sentimientos.

Que él le acepte como persona, no es una puerta abierta para nada más.
―Pensé mucho en lo que dijiste ―él vuelve a hablar―, dudé de mi fe. No. Dudé de mi interpretación de la Fe. Dios es amor, ¿no? Y Jesús decía que si algo te hacía pecar debías arrancarlo de tí, no hacer daño al otro. No le haces daños a nadie, y no es un pecado, no puede ser un pecado… o, no lo sé, no es muy claro. Pero, lo que quiero decir, es que si juzgo que estas pecando, y pienso que debes cambiar por ello y te tratase mal, o otras personas te trataran mal. Seríamos nosotros quienes pecariamos, quienes no seguiríamos la palabra de Dios.

Lejos de sus otros discursos, llenos de sabiduría divina y una pausada pronunciación, este se acumula como un torrente de palabras que no terminan de ser pronunciadas para empezar las siguientes.
―¿Estas diciendo que eres un pecador y que no debería odiar a tu Dios porque probablemente no me odie? ―Su risa espanta a algunos pájaros y le hace dejar caer su bicicleta.
―¡No! ―Gabriel se espanta―. Bueno, sí. Pero, quiero decir, si pensamos las cosas un poco más, con mayor racionamiento. ¿Quién conoce realmente la voluntad de Dios? He pasado años estudiando teología, y no estoy muy seguro de que las múltiples traducciones de la biblia sean acordes a la intención inicial. Solo tenemos Fe y algunas ideas comunes. ―Ahí vuelve el catedrático―. Y, entre esas dos cosas, se puede deducir que no hay razón para que seas menos aceptado que el resto de nosotros. Eres menos problemático que los chicos que te persiguen, o que las monjas que se niegan a dejarte aprender.

Solo hay una respuesta posible a eso.
―Gracias. Supongo que no me voy a preocupar por cómo ha averiguado cosas que no le he dicho. Pero pretenderé que todo eso es solo buena y santa intención.
Evita mirarle a la cara, aunque reconoce un ligero rubor en él cuando se despiden al final del camino. Es entonces cuando sabe lo que quiere, un beso

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