Las muchas formas del pecado (III)

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#LaDiscusión

Ha comenzado a compartir el largo camino cerca al bosque con el sacerdote, todos los días, tanto Crowley como Luci obvian sus explicaciones con un encogimiento de hombros, ahora no toma el camino de la desgracia con ellos ―la larga calle lateral del pueblo por la que todos los estudiantes se van agrupando a primera hora de la mañana en un desfile que pone en el blanco de todos a los menos agraciados―. Lo siente por ellos, pero no escuchará una vez más quejas sobre su forma de vestir o sus pronombres.

En cambio, el tiempo que se toma para pasear con el hombre mayor es divertido, ha aprendido que es huérfano, que fue educado en la fe por una compañía sacerdotal desde los cinco años y que siempre supo que entregaría su vida a Jesús. Hay momentos en que lo descubre mucho más inocente que él mismo, pero también tiene su lado soberbio y ególatra: Sabe latin, inglés, español, ruso y copto; estudió teología en Roma y vivió con una comunidad asceta cerca a Turquía. El hombre ha vivido para su Dios, pero también para su propia vanagloria.

Beelz no quiere, no al principio, pero termina contándole un poco de sus problemas con el pasar de los días. El padre Gabriel es bueno escuchando; también tiene opiniones muy raras sobre las familias, quizá porque nunca ha tenido una.

―Tu madre no suena muy piadosa ―dice, cuando le comenta que para intentar convencerlo de que era una mujer, le persiguió por toda su casa con una fusta―. El castigo corporal debe ser una opción personal, no impuesta.

Después descubrió que hay hombres de Dios que se atan cilicios, unas fajas de cuero con púas, a las piernas, para pagar penitencias o evitar los pensamientos pecaminosos. Pasó tres días intentando borrar la imagen mental de aquella cosa apretando las tonificadas piernas del sacerdote. Porque sí, la moda deportiva no mejoró en nada sus intentos de no sentir que el corazón quería salir a través de su boca cada vez que lo veía.

No le ha dicho a nadie sobre esto, obviamente. Luci no tiene interés en nadie, ni le interesa las relaciones de la gente y Crowley sigue suspirando por el chico del coro que siempre es amable con él, pero no sabe preguntarle si también lo encuentra interesante (o lo que sea que no lo envíe de vuelta a ser un desconocido). Está solo, solo con su propio cuerpo que hace cosas que no le gustan y que le incomodan.

Todo mejora cuando Gabriel, que ya le ha dicho que lo llame por su nombre porque son amigos, acepta que llamarlo Beelz es mejor que Baal.

―¿Es por Beelzebub? ―pregunta un día.

El otoño ha comenzado y lleva una capa más de ropa que ayuda al propio Beelz a concentrarse mejor en la charla.

―Sí, leí en un archivo de la biblioteca que quien lo invocada podía ganar inteligencia y ganar un gran poder.

Como un seguidor de Dios, Gabriel le advierte: ―Esas cosas siempre se pagan.

―No me importa ―declara―. Igualmente ya estaría condenado al infierno. A tu Dios no le gusta la gente como yo.

―Dios nos ama a todos.

―Pero nos condena a algunos.

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