La política del cadáver

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El juicio de Formoso es, sin lugar a dudas, el mejor espectáculo que Lord Beelzebub ha preparado alguna vez. Allí, en la silla del acusado, descansan los restos de un Papa, ataviado con sus galas y siendo partícipe de un verdadero insulto. El pequeño Lord del infierno también se atreve a llevar las vestiduras de un diácono, sentado en la segunda fila de los coaccionados hombres de Dios que presencian está mentira.

Gabriel fue enviado aquí para detener cualquier injuria que se haga a la iglesia de Dios. Él había sido el principal instigador de la subida del gentil y bravo Lucio(1) al principado del clero. Se había tratado de un buen chico, obediente a Dios, piadoso y de buenas maneras, dispuesto a ir donde hiciera falta para que los pueblos se regocijaran con la buena nueva. El arcángel lo había acompañado varias veces, como amigo y como guía, así como su confesor.

Lo salvó de un destino olvidado en Portus y Bélgica, lo llevó a Constantinopla y a Francia. Le hizo aconsejar a reyes y emperadores. Formoso transformó el mundo y aquí está, humillado y convertido en un prófugo, sin posibilidad de defenderse, con la carne desprendiéndose de sus huesos. Gabriel no tiene permitido decir nada, observa con consternación toda esta puesta en escena y reza al Todopoderoso por ver su ira desembocada en esos infieles que han traicionado a su protegido.

—¿Estás aquí para dezpedirlo? —Aun con su mejor atuendo, el demonio no puede evitar la acentuación de la "z". El blanco prístino y el rojo dan la sensación de que es el ángel que alguna vez lo acompañó por el mundo recién creado.

—Estoy aquí para ver cómo haces el mal —murmura, evitando a los otros cardenales que se sientan a su lado—. No puedo creer que hayas llegado tan dentro de nuestra iglesia.

Beelzebub se ríe un poco. Sus cabello largo, negro, parecen serpientes que se arrastran desde su cabeza, como un dios pagano.

—No era tan bueno como tú quieres creer que era.

—Lo que yo opine no importa. Nuestro señor....

—Tiene un plan. —Le interrumpe el duque del infierno, sus modales toscos contrastan con su atuendo. Él es tan discordante y extraño, tan lleno de esa extraña vaguedad con la que despreció todo alguna vez. Pensó que los demonios se cansarían después de un tiempo, se tomarían el camino de redención y volverían a ser sus hermanos, pero... los caminos de Dios son misteriosos.

—Así es. Un camino que está claro y del que no dudó.

—No, claro que no.

Más allá de ellos, la amplia sala iluminada recibe al chico que hará las veces de defensor del acusado. A penas si es un sacerdote, es tímido y tiene miedo de la mirada del nuevo Papa. Va a perder y todos lo saben.

El calor de la mañana, que se hace eco en los vitrales, ha comenzado a hacer supurar algunos gusanos y larvas del cuerpo expuesto. Es blasfemo. Todo aquí va en contra de los mandamientos de Dios.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunta a la nada, o a Beelzebub, quien sea que le responda primero.

—Los Papás tienen mucho poder. Si podemos poner a los que son nuestros ahí, llegaremos lejos. Los humanos pueden ser tan santos como hipócritas. Tienen fe en tu Dios, pero también quieren vidas cómodas... ¿Quién es tan santo como para evitar el poder y la fastuosidad que trae?

Gabriel mira sus propias prendas, confeccionadas a la última moda. Algo de culpa se filtra por su inmaculada posición. ¿No es él tan prepotente como estos hombres que usan el nombre de Dios para el poder y no para el bien? Dios les había dicho que no hicieran al otro lo que no querían que les hicieran y, aquí están, juzgando a un cadáver.

—Vine aquí para nada —declara.

Beelzebub gira su cabeza. Ahora se están mirando a los ojos. Son azules, como el hielo.

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