1. Un disco y una carta

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No entendía muchas cosas hasta que llegué a Medellín. 

No puedo decir que fuera un hecho causal, correlación no implica causalidad, pero me convertí en otra persona desde entonces.

Cuando llegué aquí tenía 17 años, estaba sola. Mi papá había muerto a causa de la infección por Covid-19. Recién me graduaba del colegio y de alguna manera me las arreglé para empacar mis cosas y huir del sur con la excusa de haber sido admitida en la Universidad de la Montaña, estratégicamente ubicada en Medellín. 

Huir, porque allá en mi ciudad natal estaba a total merced de mis tías maternas, que siempre me parecieron la versión más aterradora y desagradable de las vecinas de Coraline. Como si en cualquier momento fueran a revelar su verdadera imagen para convertirse en el monstruo que eran.

Al principio no me preocupé por el cambio repentino, mis amigos del colegio me habían prometido su ayuda cuando llegara a la ciudad. Sin embargo, cuando finalmente me paré a las afueras de la terminal con las dos maletas que constituían mis únicas pertenencias, nadie acudió. Temblaba de miedo ante lo desconocido y los demás estaban ocupados. 

Lo entendí, pero no fue fácil. Pasé los primeros meses llorando. 

No los culpaba ni mucho menos, juro que podía comprender que ellos tuvieran sus vidas y que estas les impidieran cumplir sus promesas, ¿quién podía culparlos por eso? Aún así, me sentía terriblemente sola. 

La ayuda, como suele ocurrir, la encontré en donde menos la esperaba: mis amigos de internet.

Desde YouTube a Reddit y luego a Discord, con el pasar de los años construí lazos con personas con quien compartía intereses y que eventualmente pude llamar amigos.

Julián, uno de ellos, vivía en Medellín. 

Sentía tanta vergüenza de pedirle ayuda en esos momentos, nunca nos habíamos visto en persona. Pero ahí estaba él, acudió como un ángel en medio de la repentina lluvia (que en la ciudad cae siempre cuando menos se la espera). Su paraguas amarillo refulgía entre el caos. Nos dimos un fuerte abrazo y me ayudó a subir mis maletas al baúl del carro de su hermano, a quien convenció de conducir la larga distancia entre el barrio París en Bello y la Terminal del Sur para ir a recogerme.

Desde ese mismo día, en el que la familia García me alimentó y brindó abrigo, me volví amiga no solo de Julián, sino de sus padres, hermanos e incluso sus vecinos. Aún los visito a menudo.

Como cuando nos reunimos para nuestras investigaciones conjuntas del periódico universitario.

—No puedo creer que hayan pasado dos años...

—Yo menos.

Habíamos tomado un corto descanso para ver nuestros archivos de Google Fotos. Ahí estaba nuestra primera foto juntos, aquel día ahora remoto a inicios de 2021. Las amplias sonrisas ante la cámara del hermano de Julián. Lucíamos empapados hasta las orejas a causa de la lluvia, pero felices como nunca por habernos conocido.

Hoy nos unía algo mucho más grande que las conversaciones sobre nuestro juego favorito. Más grande incluso que cualquier otro proyecto que hubiésemos compartido en ese año y medio haciendo parte del periódico de la Universidad.

Nos unía la resolución de un crímen.

Un robo, para ser más precisa.

En nuestra última investigación titulada "¿Quién protege a los que nos protegen?" seguíamos las historias de líderes sociales amenazados por sus labores en la región. 

Aquellos líderes, quienes se encargaban de velar por los derechos humanos en municipios acechados por la violencia, lo hacían completamente desprotegidos. Como caballeros sin más armadura que sus chalecos con las siglas "DD.HH".

Habíamos logrado una entrevista crucial con la madre de uno de los activistas. Un hombre de ascendencia indígena que recorría en esos momentos los territorios que colindan con el departamento del Chocó. La madre, a quien visitamos en su casa en Dabeiba, nos habló de lo duro que era para ella vivir temiendo por la vida de su hijo.

Hablamos también con algunos habitantes de la zona, sus relatos iban alimentando nuestra crónica, sin embargo, además del trabajo de campo era necesaria la investigación documental. Ambos los hacíamos mi amigo Julián y yo en nuestros tiempos libres.

Fue en esa faceta documental donde empezó nuestro papel de detectives. 

Nuestro proceso consistía en buscar documentos relevantes en la biblioteca de la Universidad. En nuestra to-do list íbamos marcando con una equis artículo por artículo, libro por libro, después de largas jornadas de lectura y debate. 

Un día, nos topamos con la tesis de grado de la periodista Claudia Rosero. Su trabajo seguía de cerca la vida de un activista antioqueño y las amenazas que había recibido no solo de parte de los grupos armados ilegales, sino también por agentes del gobierno. Era nuestra última fuente documental.

Aquel día subimos al segundo piso de la biblioteca y recorrimos mil veces el mismo anaquel, repleto de discos compactos con tesis de grado de todo tipo. Incluso vimos esa tesis sobre si los perros calientes son sandwiches. Pero no pudimos encontrar el disco que contenía la tesis de Claudia.

Cuando preguntamos a uno de los auxiliares, nos dijo que el disco no figuraba como prestado, por lo que debía estar en el estante. Pero cuando él mismo fue a examinar, tampoco lo encontró. 

Ahora, después de noches de desvelos de Julián viendo la serie de Sherlock Holmes y no-sé-cuántos capítulos de La ley y el orden, teníamos una pista del posible paradero del disco.

—Hagamos un recuento —dijo él—. Lo debe tener alguien que pudo acceder a la universidad sin ser detenido por los vigilantes. Que pudo incluso acceder a la biblioteca. Así que debe ser un docente, un estudiante, un funcionario... Debe ser alguien con un interés en el disco. Y, rastreando los prestamos de material similar, sin contarnos a nosotros mismos, tenemos a...

—Nuestro sospechoso, E..., profesor de cátedra de la Universidad Católica.

—Bingo.

Antes de salir de la casa de Julián -conocida como nuestro cuartel general-, revisé una última vez mi teléfono. 

Le escribí a Alan, un mexicano de mi edad y buena onda que conocí en internet, con quien hablaba a menudo. Me deseó buena suerte en mi búsqueda, y con esa certeza salí al fin.


***


Cuando hablamos con E..., no sabía nada. 

Habíamos planeado todo, incluso averiguamos sus horarios y lugares frecuentes en la universidad. Tomamos el metro hasta el otro extremo de la ciudad, todo para que el profesor no estuviera ni siquiera enterado de la investigación de Claudia Rosero. Y vaya que le hicimos preguntas con toda la retórica posible para que confesara el robo del disco.

Al volver a casa, estaba devastada. Solo un mensaje de Alan me levantó el ánimo:

Alan [06:45pm]
No te desanimes, Lina. Mira, ¿recuerdas que te tenía una sorpresa? Bueno, según mis cálculos ya debe estar en la oficina de correos de tu ciudad :D

Le marqué y no tardó dos timbrazos en contestar a la videollamada.

—¿Hablas en serio?

De repente olvidé todo. No había cansancio, ni decepción, ni frustración, solo una carta "de las de antes" esperando por mí en la oficina central de 4-72. 

—Claro que es en serio, y te prometo que no es una bomba.

Ambos reímos y, aunque parecía una llamada breve, nos quedamos hablando por un largo rato.







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