Capítulo 1. Una carta inesperada

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Samuel

Me estaba hablando pero yo solo escuchaba un murmullo lejano. Era como si llevase dos grandes tapones aislantes en cada oreja, solo que tenía los oídos perfectamente destapados. La púa de diferentes tonos azulados que me había regalado Gabriel en las últimas navidades se movía nerviosa entre mis dedos, mientras que con la otra mano sujetaba la funda en la que me habían obligado a guardar la guitarra nada más sacarla.

Sus labios se movían. De hecho, se movían muy rápido. Estaban arrugados y no eran muy agradables de mirar, pero yo estaba enfrascado analizando como se elevaban y bajaban. Mirarlos tan fijamente me producía un rechazo indescriptible, pero en ese momento no podía hacer nada más.

El viejo alzaba los brazos de forma violenta, acompasando la ira de sus labios, pero la verdad es que poco me importaba.

—Samuel, ¿me estás escuchando? —me gritó. Por fin salí del trance. Creo que gritar es lo único que se le daba bien.

¿Cuánto había estado trabajando en aquel local? Casi un año y medio, creo. El sueldo era una mierda, el ambiente era una mierda, la comida que servían era una mierda, las copas que preparaban tenían más agua que alcohol y el jefazo era un imbécil del tres al cuarto. Y ahí en frente tenia al dueño de uno de los peores bares de la Latina, gritándome a la cara mientras me despedía.

En ese año y medio lo único que había hecho era gritar y quejarse de la música que tocaba. No es mi culpa que en sus setenta años de vida no haya sido capaz de desarrollar ni un poco de buen gusto.

—Si si, claro que estoy escuchando —mentira. Mi cerebro había desconectado según sus labios arrugados habían articulado la palabra "despido".

Supongo que el hecho de que mis padres odiasen mi música tampoco era de gran ayuda. Desde que dije que tenía claro que mi objetivo en la vida era ser músico, ellos habían renegado completamente del tema. Jamás se habían interesado por mis temas, por mi trabajo en el bar ni por nada relacionado con la música. Era un tema prohibido en la familia y eso hacía de las reuniones de navidad algo insoportable.

Al menos con Diego les había salido bien. Mi hermano mayor era la alegría de la huerta y había seguido todos y cada uno de los pasos que mi madre había preparado para nosotros. Rocio Velasco, una mujer cuyas demostraciones de afecto hacia mí podría contar con los dedos de una mano, era la dueña de uno de los bufetes de abogados más importante de Madrid, el Bufete Velasco.

Incluso antes de que Diego y yo naciéramos tenía un hueco preparado para nosotros en su empresa. Diego, que empezó la universidad dos años antes que yo, estudió derecho y se especializó en abogacía. Imagínate la sorpresa de mis padres cuando yo dejé la carrera a mitad del primer curso para dedicarme de lleno en la música. En mi caso el título de oveja negra de la familia se quedaba corto, sería el zoológico entero.

Las navidades estaban a la vuelta de la esquina y si mi familia se enteraba de que me habían echado del trabajo sería la comidilla de todos. "Te lo dije, la música no da dinero", "sabía que no eras lo suficientemente bueno", "hay que escribir y tocar mejor que eso para poder llegar a ser alguien", "al menos con un hueco en mi empresa habrías tenido algo que llevarte a la boca"...

A esas alturas no tenia muchas opciones. Podría haberle suplicado que me diesen otra oportunidad y haber hecho el ridículo delante de todos los empleados, como si meterse conmigo no fuese uno de sus pasatiempos favoritos. Al menos les habría dado algo de lo que hablar y reírse durante el próximo mes. Podría haber seguido en aquel antro y mi familia hubiese renegado de mí de todas formas. Sin embargo, no podía permitirme a mí mismo arrastrarme más por algo que tenía claro que no merecía la pena. Había renunciado a mi música y a mi propia esencia por aquel trabajo y no estaba dispuesto a sacrificar más de mi mismo.

Cuatro canciones que susurrarteWhere stories live. Discover now