Un sereno encuentro entre mi
estival cuerpo y el inevitable
suelo de mi jardín emasculado
del follaje y su rocío.
Tez dorada y aromática —reposada
en aquella cama adamantina—,
plantada cual lirio leonado
de compleja anatomía,
embarrada en los rayos
de una estrella canicular.
Enredaderas que recorren
mis troncos desnudos y se deslizan
con fluidez por mis
cincelados tallos, intuitivos,
temerosos del osado siroco,
lejano y tormentoso.
Caminillos de hormigas negras
enclaustrando mi centelleo.
Caracoles en parejas recorriendo mi
humanidad y abejorros que
reclaman el néctar rosáceo
de mis mejillas.
Colibríes tornasoles que trenzan
mechones pardos —confundidos con
escandentes de ridícula longitud—,
vomitando en él peonías
que sueñan con fundirse
entre los rizos y su espesor .
Mariposas filenas, hiladas
a mis ramas desplegadas,
me acompañan cada día de verano
en mi búsqueda de lo sacro;
dentro de Su templo
mi esencia titubea ante la improbidad
y oscila entre la fauna y flora;
entre el llanto y la alegría del arpa fina;
entre líneas que huyen de lo prosaico.
— Sacerdotisa de Apolo.
