—Feliz cumpleaños, Beau.

Me desperté con una sacudida y me senté sobresaltado en la cama. La luz gris de la clásica mañana en Forks entraba por las persianas, débil, sustituyendo el brillante sol de mi pesadilla. Me pasé la mano por el pelo, tratando de calmarme y entonces vi el reloj digital en la mesita de noche. Gemí y volví a acostarme, esta vez boca abajo y tapándome la cabeza con la almohada como si quisiera ahogarme.

Era 13 de septiembre y había estado temiendo este día durante meses, acechando sobre el verano más perfecto que había tenido en mi vida. Para la mayoría de los muchachos de mi edad, cumplir dieciocho era todo un hito. Eras oficialmente un adulto, podías mudarte sin permiso de tus padres e ir a las excursiones escolares sin necesidad de que te firmaran un permiso. Aún no podías beber alcohol, pero era un avance. Para mí, sólo significaba que era mayor de lo que Edythe podría serlo jamás.

Me sentí ridículo cuando, mientras me lavaba los dientes en el baño, no pude evitar examinar mi rostro frente al espejo. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Una arruga? ¿Canas? Sacudí la cabeza y dirigí mi mirada hacia cualquier otro sitio que no fuera mi preocupado rostro de dieciocho años. Era absurdo pensar que me convertiría en el abuelo, pero la idea estaba tomando forma. Edythe y yo planeábamos estar juntos para siempre, y si iba a ser así, mi pesadilla se cumpliría en algún momento.

El mal sueño me había quitado el hambre y no tenía ganas de fingir alegría por mis nuevos dieciocho años con Charlie, así que bajé lo más rápido que pude pero él siempre se levantaba antes que yo y no me quedó otra opción que poner una sonrisa incómoda mientras recibía los regalos que le había pedido que no me diera. El viaje al instituto se me hizo eterno, no lograba sacar la imagen del abuelo -no podía pensar en él como en mí mismo- de la cabeza. 

Sólo la visión de Edythe, con la espalda en su Volvo plateado en el estacionamiento, esperándome como siempre y viéndose como una diosa griega de la belleza, me causó un poco de alivio. Por supuesto que todos los vampiros eran hermosos, era parte de su naturaleza verse con la piel perfecta, siempre pálida, el cabello brillante y sus movimientos fluidos como si fueran bailarines del mejor ballet del mundo. Todo estaba diseñado para atraer a sus presas. Pero la sonrisa de Edythe era definitivamente lo más bello que podía existir en la Tierra. Después de casi medio año de estar juntos aun me vanagloriaba de mi buena suerte.

Su hermano Archie estaba junto a ella esperándome también. Claro que no era su hermano en el sentido estricto de la palabra, pero la doctora Carine Cullen y su esposo Earnest los habían adoptado, junto a Royal, Eleanor y Jessamine. Todos ellos compartiendo rasgos, como las ojeras violetas bajo sus ojos, o sus iris dorados, que para quienes sabíamos su secreto, los delataban.

Me bajé de mi camioneta y la cerré de un portazo, enviando una lluvia de óxido a mi alrededor. Caminé hacia ellos poniendo los ojos en blanco al notar que Archie llevaba en sus brazos un discreto paquete. Él se adelantó hacia mí, sonriendo extasiado.

—¡Yey! Es el día. ¿Qué vas a hacer primero? ¿Mudarte a un apartamento de soltero? ¿Unirte al ejército? ¿Comprar cigarrillos? — a veces resultaba un poco molesto interactuar con él, sabiendo que al igual que Edythe, también tenía un don. Este le permitía específicamente ver reacciones y consecuencias futuras, basadas en las decisiones.

—Cállate —espeté mirando a mi alrededor, lo que menos quería es que alguien más se enterara y lo usara de excusa para cualquier reunión, fiesta o celebración.

Su sonrisa siguió imperturbable mientras me extendía el paquete.

—¿Quieres abrir tu regalo ahora o después? 

—No quiero regalos, gracias —contesté ignorándolo y yendo hacia Edythe que estiró sus brazos hacia mí, igual de contenta que su hermano. 

Archie se encogió de hombros, sin ofenderse.

Luna Nueva (Versión Vida y Muerte)Where stories live. Discover now