XVI

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Hoy he leído en la prensa una aciaga noticia: una joven se había arrojado al vacío desde un sexto piso, muriendo en el acto. El periodista no especificaba si había muerto en el acto de arrojarse o en el acto de chocar contra el suelo; da lo mismo, está muerta. ¿Acaso importa que se haya arrojado al vacío o se haya cortado las venas? En el artículo se describía el lugar en donde había vivido la víctima; la reseña de la habitación la acercaba más a una pocilga, una zahúrda infesta, un «cubil propio de esa gente», rezaba. ¿Esa gente? El periodista la describía como una drogadicta flaca en extremo, cuya última dosis la empujó a la calle desde tan elevada altura. Allí se la trataba peor que un asesino o un violador, no como una víctima. Arremete contra ella tanto por suicida como por drogadicta. No se ha preocupado de averiguar los motivos, de cómo vivió, del porqué de aquel abrupto final. De su persona, de lo que de verdad importa, sólo mencionaba su nombre, nada de apellidos ni iniciales ni filiación: Anabel.

En efecto, era la Anabel que había sido mi secretario y mi amante. Lo sé por una fotografía de carnet, que aparece en la parte superior de la columna. Siempre las fotografías, recordatorios de lo que queremos rememorar y de lo que queremos olvidar. Su muerte no me ha causado sentimiento alguno, tal vez lástima por cómo sucedió, por cómo debieron de ser sus últimos días de vida. Debería de haberme dejado inquieto, pues nada se dice de un hijo, el suyo, si lo hubiere, ya no el mío. Poco importa eso ahora.

Hace un par de días vi a Soledad. Venía yo andando un poco apurado del trabajo, porque ya llegaba algo tarde y casi seguro que Sara me estaría esperando impaciente, ¿quién lo iba a decir: Sara y yo compartiendo la misma casa? Envejecemos aquí, en la casa que fue de nuestro padre, y aquí moriremos los dos. Pues bien, iba aprisa por la acera, ya próximo al coche, cuando la vi al otro lado de la calzada. Con una mano tiraba del carrito de la compra y con la otra empujaba un cochecito, al que se aferraba un niño. Soledad siempre quiso tener hijos; ahora, con Itúrbez, ya lleva el segundo. Dudé si cruzar la calle para saludarla e interesarme por cómo les iban las cosas, o seguir mi camino, como si no la hubiera reconocido; además, cabía la posibilidad de que ella me hubiese visto y me obviara. Entre tanta irresolución ella levantó el brazo y me saludó con una gran sonrisa en la cara. Le devolví el saludo y ¿qué remedio? crucé la calle.

Estaba más hermosa, si cabe, aunque algo entrada en carnes; imagino que la maternidad algo habrá tenido que ver. Tomamos un café, olvidado ya de lo tarde que se me hacía, y hablamos un poco de todo. Al niño, al mayor, le pusieron mi nombre, un bello detalle. Itúrbez encontró un trabajo bien remunerado como corrector en un periódico, mientras que Soledad había pedido una excedencia en la enseñanza: «los niños, ya sabes, quitan mucho tiempo». Al parecer, al primogénito, a mi tocayo, le gusta la viola. De momento sólo juega con ella, pero su madre cree que de mayor se dedicará a la música. También hablamos de la pequeña Isabel, que ha tenido una niña. Lástima que mi madre, que tanto afán por ser abuela tenía, no haya podido ver a un descendiente suyo.

Estos últimos meses coincido mucho con mi cuñado. Solemos tomarnos unas copas por el centro de la ciudad. Poco a poco se va asentando y dejando de ser el jovenzuelo antipático y engreído con quien se casó Isabel. Se ve que un poco lo va modelando mi hermana con paciencia, y otro poco lo va madurando la edad y la experiencia.

Al despedirnos, Soledad me preguntó por Hainisch, si ya me había saciado. ¡Cómo no! Sobre todo, después de descubrir su secreto, que no lo era tanto, pue, según parece, el único que no conocía la verdad era yo. La acompañé, a Soledad y a los niños, un buen trecho, en tanto le iba contando todo. Que hace un año y medio que Sara me lo refirió, después del mucho insistir por mi parte.

-Cuando la mencionaba –decía mi hermana-, lo hacía como «la Hainisch» o «la otra», nunca le oímos mencionar el nombre de pila, y nuestro padre siempre se callaba siquiera de insinuar que había existido.

Como si evitando el nombre evitara la presencia de la rival. El motivo por el que mi madre odiaba tanto a la austríaca era yo, no la aventura que tuvo con mi padre.

-Hainisch, al parecer –le relaté a Soledad-, tuvo un hijo poco antes de morir. Imagino que, cuando se hizo la famosa foto, ya estaba encinta, de ahí aquella expresión suya que tanto me caló. El caso es que al poco de dar a luz murió de un paro cardíaco, eso decía el parte médico, aunque mi padre pensaba que en todo aquello algo tenía que ver el feo asunto en que estaba metida, ya sabes, lo de los judíos y los campos de concentración. Así que mi padre se trajo el niño a casa.

-Eras tú, imagino.

-¿Quién, si no? Ya ves, todo mi vida creyendo que tenía una familia, que me estaba unido a ella por lazos inquebrantables de sangre, y resulta que soy un bastardo.

A veces me pregunto qué he ganado al conocer mi verdadero origen. Español por parte de padre, austríaco por parte de madre, de una madre responsable de quién sabe cuántas muertes de inocentes sacrificados en los campos de exterminio; quizás uno de ellos fuera un director de cine, que acababa de rodas su última película, un polaco. Cuando pienso en ello, noto que todo el peso de su conciencia case sobre la mía y, entonces, una migraña terrible me aplasta la cabeza. ¿Fue bueno saber la verdad? ¿Debemos conocer la verdad, cueste lo que cueste? La ignorancia es lo que realmente nos hace felices, estoy convencido de ello: ésa es la única verdad. ¿Kodra, Hero y tantos otros personajes hubieran sido felices, si hubieran desconocido la verdad? Tal vez Korwalsky no hubiese entonado el llanto por la yedra ni el Helesponto se hubiera tragado la joven de Sestos. Claro que todos ellos son personajes ficiticios, paridos por el arte, que es ficción. En Literatura, como en todo arte, la verdad no es verdad, sino una verdad ficticia, que es un engaño reflejo de la verdad.

En estos últimas semanas mi espíritu ha encontrado la serenidad. A ello ha contribuido, sin duda, mi trabajo a media jornada. Me deja todas las tardes libres y los fines de semana no tengo que preocuparme por ningún problema. Me noto viejo y achacoso, que mis bienes no son míos, que lo único mío es un niño que quizás nunca haya existido y, de existir, quizás nunca sepa quién es su verdadero padre. Tal vez, cuando yo ha haya muerto, ese niño, adulto, se interese por una fotografía mía, en quien no reconoce a nadie.

Cada día me cuesta más esfuerzo continuar viviendo. Esa serenidad que dan los años y, sobre manera, el haberse rendido a la lucha diaria. Al final, no tardaré en engrosar el número de ancianos que se dejan llevar, que se sientan en un sillón del geriátrico o en una silla incómoda, o en el butacón de la casa de mis padres, para ver cómo se pasa el poco tiempo que me queda. Envidio a los jóvenes, en cuya sangre todavía bulle la necesidad de escalar las montañas sin darse cuenta de que detrás de ellas hay otra más alta; a pesar de ello, insisten pertinaces en escalarlas. ¡Cuánto mejor es sentarse en la cima, una vez llegados, a disfrutar del éxito y contemplar el paisaje, que ya se presentará la oportunidad de subir la siguiente, que de donde está, nadie la va a mover!

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⏰ Last updated: Jul 17, 2023 ⏰

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