XIII

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Recuerdo la noche con Itúrbez como la más esperpéntica desde aquélla en que fui testigo ipse del desafuero del Gobernador Civil de Madrid, allá a finales de los '70, cuando envió a la policía antidisturbios a la representación de Fuiste a ver a la abuela???, y aquellas gentes uniformadas, con sus metralletas en ristre, ocuparon el patio de butacas. Tendrá sus contactos, Itúrbez, en la empresa, porque supo de mi despido antes que yo. A mí me lo comunicaron por la tarde, a punto ya de irme a casa, e Itúrbez ya me aguardaba al otro lado de la calle, desde donde me hizo señas con la brazo en alto. La destitución me la tomé con relativa resignación, no tanto como suponía, pese a estar seguro de que ese día ya estaba marcado en el calendario. Uno puede hacerse a la idea de que tarde o temprano le habrá de llegar una desgracia; pero, llegada ésta, nos vapulea de igual modo, que si no lo hubiésemos estado aguardando. Acompañamos a esa persona querida que sufre la agonía final en la cama de un hospital, o en su propio lecho, a sabiendas que de un momento a otro exhalará su último aliento; conocemos la hora del óbito; aun así, su muerte nos trastorna, como si no la esperáramos.

Todavía el lubricán no había muerto del todo, y las luces de las farolas y de los escaparates se mezclaban con la del sol moribundo; por el suelo se distorsionaban unas sombras, otras trataban de difuminar los contornos. El rostro de Itúrbez estaba oculto tras una de esas sombras, por eso hubo de saludarme con la mano en alto. Me recibió con un abrazo acompañado de un «ya se veía venir». Se viera venir o no, poco consuelo eran aquellas palabras. Era la primera vez que me despedían de un trabajo, la primera vez que veía a Itúrbez al otro lado de la calle, la primera vez que me saludaba con el brazo en alto, la primera vez que me abrazaba con un «ya se veía venir». Todo era la primera vez que me ocurría, de eso estoy seguro, mas tuve la sensación de haberlo vivido antes, la sensación que los franceses llaman muy con gran acierto un déjà vu: es como si tuviéramos una segunda oportunidad y, sin embargo, cayéramos en las mismas reiteraciones. Deprime pensar que toda nuestra vida se resume a repetir los mismo actos una y otra vez, a caer en los mismos errores, a disfrutar de las mismas alegrías, que nada nuevo se nos abre ante los ojos. No es determinismo divino, sino que somos consecuencia de una causa, que, a su vez, servirá de causa para otra consecuencia; en fin, que somos consecuencia de nuestros actos.

El caso es que acabamos los dos contemplando el alba tumbados en la arena de la playa con el ojo diestro morado y él, Itúrbez, con un fuerte dolor en la espalda, consecuencia de una noche alocada. Si nos pasamos la mayor parte del tiempo brindando y bebiendo, no fue para celebrar mi paternidad ni para olvidar mi despido, las penas saben nadar, sino por un estúpido impulso de dejarme hundir en las simas de la sinrazón. Fue el alcohol quien me soltó la lengua, de modo que en un momento de la borrachera le fui contando a Itúrbez el desliz con Anabel.

-¿Cómo has podido hacerlo? –me reprochó.

-No sé. Sucedió sin más.

-Nada sucede sin más. Soledad no se merece eso, y menos aún de esa forma.

-¿De qué forma?

-Ya sabe; con la secretaria, como un tópico insulso, sin pizca de originalidad.

-No fue como te imaginas.

-Esas cosas no suelen ser como uno se las imagina.

Tenía motivos para recibir la reprimenda, pero no la esperaba de él. Me la arrojó como a un perro se le arroja un hueso y luego, cuando se dispone a mordisquearlo, se le espanta a patadas. Se acaloró tanto que más se daba él en marido que yo. Me sorprendió también porque, a fin de cuentas, nos consideraba amigos, y de él esperaba comprensión, apoyo. Es mi amigo, creía, todavía más de lo que me es Soledad. Dos hombres compartiendo su vida. Son razones peregrinas, soy consciente de ello. Era Soledad la perjudicada, no él. Lo de Anabel sólo había sido un desliz; es más, mañana se lo dejaré claro, a Anabel: mi vida está con mi esposa, con mi hijo, que crece en sus entrañas, que son las mías, porque ya no somos dos, sino uno sólo. Por otro lado, bien visto, mi amistad con Itúrbez se limita a pláticas insulsas. El hecho de que todavía no sé a qué se dedica desde que lo echaron de la empresa, lo demuestra bien a las claras; él me antecedió: recogió el finiquito y nunca más le pregunté cómo le iba, si necesitaba algún tipo de ayuda o de consuelo; no le esperé en la acera de enfrente con la mano levantada para abrazarlo ni salimos de copas aquella noche. Sencillamente, le di la espalda.

-Salgamos de aquí –dije al fin un tanto abatido.

-Claro, como quieras.

He de admitir que lo de Anabel ha sido como un sueño. ¿Quién no los ha tenido, me refiero a los sueños? Por mi parte, los he abrigado metidos en la cabeza desde pequeño. Tener sueños no es malo, lo malo sería vivir en ellos. Anabel fue para mí como un sueño de senectud: un cincuentón que se huelga con la juventud de una veinteañera.

Decidimos retirarnos, cada cual a su casa. En la mía Soledad estaría ocupada por mi tardanza. En el camino nos topamos con una pareja que altercaba de forma violenta a tal punto, que ella, adosada a la pared de un edificio, exhibía unos ojos abiertos de par en par, por donde se le salía toda el alma; él, gesticulando con las manos enfrentadas al rostro de la compañera. Ebrios como íbamos, nos acercamos a ellos dispuestos a mediar en la disputa. Resultó que no estaban tan exaltados como nosotros. El varón aquél nos dio una buena paliza agradeciéndonos así la buena disposición de que habíamos hecho gala. Ni siquiera la joven alzó la voz en favor nuestro, sino que animaba a su hombre a que continuase machacándonos irremisiblemente. Ésa fue la causa de nuestros cardenales, las manchas lívidas de la piel que testimonia una «metedura de pata», como bien la definió Itúrbez mientras se reía de nuestra necedad. Nada de prestar más ayuda a quien no la pide, que escaldado acaba uno: zapatero a tus zapatos.

La mayor reprimenda la hube de soportar de Soledad. Yo salía del ascensor y ella lo aguardaba. ¿Qué pintábamos a esas horas en la calle o qué se nos había perdido en la playa a ninguna hora? Se molestó por el pestazo a alcohol, por lo ininteligible de nuestro discurso oral. Preguntó por Itúrbez, por su salud. Al final, la puerta del ascensor nos separó sin que yo pudiera comunicarle mi despido. Se fue a trabajar. El resto de la mañana lo pasé atormentado por la resaca y la congoja de haberle hecho a Itúrbez partícipe de mis secretos. Me tumbé sobre la cama y, al estirar los brazos, uno de ellos tropezó con la mesilla de noche. Abrí el segundo cajón y, bajo un libro, estaba la fotografía de Hainisch. Casi la echaba de menos. Me dormí contemplándola.

ParhelioWhere stories live. Discover now