X

1 0 0
                                    


Contemplando a Soledad mientras duerme me doy cuenta de lo mucho que la amo. He encendido la lamparilla de la mesita, y la luz se agarra a su cara, tan plácida, tan ajena a mis turbulencias. Si por mí fuera, la llenaría de besos, haría el amor engarzado a ella hasta el amanecer. Veo su quietud, su paz, mientras yo me consumo por dentro. Es la primera vez que le oculto algo tan sustancial, el desliz con la secretaria que tanto me atormenta. Espero que se mantenga encerrado por toda la eternidad. De momento me conformo con esta vigilia mía, en la que comparto mis sueños con Soledad, porque también en el sueño se comparte la vida, no digo las fantasías del subconsciente, sino el descanso mórfico de la conciencia.

Ante mí tengo la fotografía de la mujer de Wiesbaden. Al final, ni la he devuelto al álbum ni la he licenciado al cubo de la basura, como pensé hacerlo tantas veces desde la ya lejana visita a mi madre. De tanto fijarme en ella, ya casi tengo memorizadas sus facciones, y no sólo le atribuyo unos ojos azules, sino que también a las flores del jardín les confiero unos colores. Poco consuelo es, como lo es lo poco que mi mujer ha podido sonsacar a mi madre.

-Le ha costado hablar sobre ella –me dijo Soledad anoche mismo-. Parece ser que no llegó a conocerla personalmente, o eso le he entendido.

-¿Te ha contado el motivo de tanta animadversión?

-No con exactitud. Sólo que conoció a tu padre durante la segunda guerra mundial y que tuvieron un romance. Tu padre no se lo ocultó, y ella, tu madre, con el tiempo acabó por perdonarlos a los dos. Claro que perdonar no es lo mismo que olvidar o pasar página. Lo que sucede es que hay algo más que no quiso contarme.

Me contó cómo mi madre le había insinuado que si pretendía llegar más allá de lo que hasta ese momento había llegado, tendría que prometerle que no vendría a mí con la lengua afilada; es decir, que no quería que yo supiera más. Soledad no lo dudó un instante: prefería no tener nada que contarme antes de averiguar más, sobre todo, lo tengo más que por certero, porque a ella ni le iba ni le venía aquel asunto, que se lo había tomado a la ligera; en cambio, eligió el camino fácil: si no sé nada, ningún secreto puedo guardar. Me insinuó que aquella mujer podría haber pertenecido al ejército alemán, el mismo ejército que bajo el mandato de Hitler había demostrado lo débiles que son las promesas de los gobiernos. Nadie ayudó a nadie hasta que ya era demasiado tarde, la guerra fue un mal menor. Pero, en la fotografía aquella mujer no tenía manos de soldado, no daba la impresión de que hubieran cogido un arma en su vida: finas, pulidas, sin mácula; el semblante aquél no era el de una espía fría y calculadora, aunque ese semblante que la ficción nos ha transmitido de pantalla en pantalla, es tan falso como la historia en que sale.

Sabía poco, un dato insignificante. Es inexcusable ahondar más, indagar datos que puedan acercarme a ella como a una persona, no como una fotografía. ¿Algún nombre, alguna reseña personal? Soledad meditó unos segundos: ¿se le había trascordado entre tantos datos? Murmuraba varios nombres, como si estuviera comparando el sonido.

-¿Y bien? –me impacientaba.

-No me acuerdo muy bien, pero creo que dijo que se llamaba Hainish, o algo similar.

-No es un apellido muy alemán.

-No; no lo es. Hainish nació en Eisenstadt, en Austria.

-Así que, en realidad, era austríaca.

Soledad se ha removido. Ahora la luz no incide directamente en su rostro, sino ladeada de tal forma, que se aprecian unas arrugas. Sí, son unas arrugas en torno a los ojos, a la boca, cruzando la frente... Esta misma noche la he juzgado joven, como si el tiempo hubiera resbalado por su cuerpo sin penetrar en él; mantenía la lozanía propia de cuando nos conocimos hace tantos años. En tan sólo unas horas, ¿qué digo horas? en lo que ha tardado en removerse, el tiempo se ha introducido en ella y la hiere con sus armas odiosas, las arrugas, que no son sino los pliegues que la senectud nos va dejando. Tan joven ayer, lo mismo que Hainish en la fotografía, ambas luciendo su altivez, igual que Anabel.

ParhelioWhere stories live. Discover now