XII

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Según los mitos eslavos, existe una ninfa acuática de nombre Rusalka. Esta deidad femenina, lo mismo que las sirenas o los escollos Escila y Caribdis, se solazaba atrayendo a los hombres para darles muerte. Algo similar me está ocurriendo con Anabel, mi amante, más propio sería decir amancebada o concubina, incluso barragana; pero, resulta tan punzante, que se prefiere el término amante, como si la esposa no lo fuera o no lo haya sido jamás. Tal es su influencia sobre mí, que esta semana le he comentado lo del asunto sobre Hainisch, la austríaca de Eisenstadt, toda la historia, desde que topé la fotografía en el álbum familiar hasta que supe su relación con mi padre y el trabajo que realizaba en el bando alemán. Mientras yo se lo relataba, Anabel se arrebujaba con las sábanas, se movía constantemente y hacía caso de mi historia. Tanto tiempo en el mismo lecho nos producía ya la misma tediosa sensación que debe de producirles a los dioses la inmortalidad. ¿Quién viviría eternamente sin volverse loco, sabedor de que todos los días, uno tras otro, se habrán de suceder los sueños, los despertares, las comidas, las conversaciones, los amaneceres, los anocheceres? El placer más grande acaba por desagradarnos si se repite de forma abusiva, la monotonía nos abruma. ¿Acaso hay algo más repetitivo que la inmortalidad? ¿Qué hubiera pasado con Kodra si esa cualidad le hubiese impedido el suicidio? ¿No le habría supuesto una vida llena de tormentos, peor aun que la misma muerte?

Al final, decidimos salir de La Marmolade y pasear por la calle indiferentes a que alguien nos pudiera reconocer. La costumbre nos hace descuidados; el descuido nos trae equivocaciones; las equivocaciones nos traen desgracias. Caminábamos en silencio, Anabel asida a mi brazo, yo con las manos en los bolsillos del pantalón, la mirada puesta en el horizonte, tan lejano como inalcanzable. Era como si nuestra relación estuviese marcado por el sexo, sólo sexo, ningún otro lazo. A duras penas fue surgiendo la vulgar conversación del tiempo, como para dar la razón a Hayakawa, para quien el lenguaje no tiene más misión que la de prevenir el silencio. Es el hablar por hablar, el hablar sin sentido ni razón, el hablar para sentirnos más próximos, más acompañados, lo mismo que si encendemos la radio o la televisión para no sentirnos solos. Soledad y yo no tenemos esa necesidad, la de hablar, no como con Anabel; hablar para cerciorarnos de que el otro sigue ahí. Cuando Soledad y yo hablamos... No; no es cierto. Llevamos unos días, en los que entre nosotros apenas si hay un diálogo que resulte fluido. Cuando hablamos son palabras huecas, usadas mil y una veces en otras tantas conversaciones inútiles. Desde la boda, más en concreto, desde que le transmitiera mi negativo rotunda a tener hijos, ni siquiera hemos hecho el amor. Tampoco hablamos de su decisión de dejar la Filarmónica, ni yo habla del trabajo. Ayer Valverde me ha dicho que mi nombre aparecía en la lista de los próximos despedidos y, a pesar de ello, no me he descompuesto, ni mucho menos, lo veía venir, me lo he tomado con más serenidad y aplomo del que me presuponía. Esta noche se lo comentaré a Soledad, cuando llegue de los ensayos. En cierta ocasión leí que si dejamos de nombrar las cosas desagradables, se debe a que con ello pretendemos que dejen de existir. No creo que mi despido se esfume ni que Anabel se desvanezca ni lo que nos separa a Soledad y a mí se esfume. Por mucho que nos callemos los problemas nos aguardan a la vuelta de la esquina. ¡No bebamos para ahogar las penas, pues éstas saben nadar!

-¿Cuándo piensas dejar a tu mujer? –me espetó Anabel.

¿Dejar a mi mujer, a Soledad? ¿De dónde habría sacado Anabel que yo quería separarme de Soledad? ¡Qué horrible idea aquélla! «No puedes seguir con las dos», continuó aséptica, «tendrás que elegir». Por su tono estaba claro que la decisión la había tomado ella por mí: dejar a Soledad, tal vez divorciarme.

-Nunca te he prometido nada.

-¿La prefieres a ella? Sí, supongo siempre fue así.

Era evidente que mi respuesta tenía que ser afirmativa, pero no me salió más que un «no» dubitativo. Fue esa negación la que me hizo comprender que Anabel me había atrapado, que era ella la verdadera causa de que Soledad y yo nos hubiésemos distanciado; de que mi vida comenzara a ser imaginada en su compañía; de que el rostro, un tanto desfigurado, que veía en sueños, no era el de mi mujer, sino el de ella, el de mi amante. Rusalka me había cautivado con sus encantos, sólo le falta robar mi hálito para completar la tarea.

ParhelioWhere stories live. Discover now