II

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No consigo olvidarme de la mujer de la fotografía, crece como una obsesión y me temo que hasta que no logre averiguar de quién se trata, me desvelaré todas las noches, algo nada agradable ni para mí ni para Soledad; para mí, porque no hago más que dar vueltas en la cama y me invade el desabrimiento y la pesadumbre; para Soledad, porque apenas la dejo descansar, ella sí tiene que madrugar para ir al trabajo, y no es cuestión de entretenernos todas las noches en otros quehaceres. La última vez que disfrutamos de ello, al acabar sentí cierto estremecimiento y estuvo a punto de confesarle que lo había hecho sin la pasión de antaño, de nuevo el fantasma de la rutina y el monótono deambular por la vida; pero, me contuve. Tal vez ella haya caído en esa apatía hace tiempo y, como yo, se niega a airearlo.

Volviendo a la fotografía, anoche no aguanté más y me obligué a levantarme de la cama para examinar con más detenimiento el jardinillo que se ve al fondo. Soledad gruñó cuando removí las sábanas, pero no dijo nada, como siempre. En tiempos pasados ella hubiese adivinado que lo que me tiene en vela no eran estas vacaciones que me he tomado, y que me hubieran trastornado el sueño, sino que estaba preocupado, mejor obsesionado por algo, y enseguida se hubiera interesado por el motivo y entre los dos hubiéramos zanjado el tema. Ahora, en cambio, se da media vuelta en la cama, me da la espalda y sigue durmiendo. Todavía no le he hablado de sobrentender más de lo que se debería, de que nos estamos alejando poco a poco, día a día. Tal vez mañana.

Después de unos minutos zambullido en la fotografía, me doy cuenta de que muy al fondo y por encima de unos árboles se ve la techumbre de un edificio que había visto antes en algún lugar, aunque, lo mismo que el jardinillo, tampoco lo acabo de situar. Por fortuna, Soledad se había cansado de verme desasosegado y también, dado que también había extraviado el sueño, se me acercó por la espalda, me rodeó con los brazos y me preguntó qué era lo que tanto me tenía descerebrado, que por qué tenía el álbum de fotos abierto, que no eran horas de ponerse a ojearlo. Por supuesto, le conté todo lo relacionado con la foto que estaba examinando, aun temiendo que lo tomara como una chiquillada o, a lo sumo, como un capricho de gente ociosa. A mí siempre me ha llamado maravillado ese tipo de gente que, por no tener más preocupaciones, se interesan por las menudencias más absurdas: que si detrás del armario hay una mancha en la pared, que podría ser un mosquito aplastado; que la luz indicadora del nivel de gasolina en el automóvil ya no es tan intensa como hace unos años; que ha aparecido una cana en la verija y, sin embargo, no hay huella de senectud ni en el cabello ni en las axilas ni en el pecho.

Soledad, ¿cómo no se me habría ocurrido a mí antes siendo lo más obvio?, me preguntó si había sacado la fotografía del álbum y, como dijese que no, me sugirió que mirase en el reverso, pues tal vez allí traería escrita alguna indicación. Al parecer, tampoco mi madre le había dado ninguna indicación sobre la imagen, así que ambos teníamos el mismo conocimiento sobre la identidad de la mujer. En efecto, en la base de la fotografía había escrita una fecha, el diecinueve de octubre de mil novecientos cuarenta y siete, y a su lado el nombre de una ciudad: «Wiesbaden (Hesse)». Ahora sí que estaba claro, ya sé a qué me recordaba la techumbre del fondo. De pequeño había estado en aquella ciudad con mi madre durante un viaje turístico, y aquel edificio estaba enfrente del hotel en donde nos hospedamos; al menos, así lo recuerdo. De lo que no consigo acordarme es de qué tipo de edificio era aquél, tal vez un museo, pero no estoy seguro. Más bien, no estoy seguro de nada, sólo de haber estado en aquella ciudad, a la que identificaba tan sólo por la techumbre y el jardinillo, puede que en él correteara y jugara a mis anchas.

Soledad debió de ver en mi rostro alguna inquietud, porque se sentó sobre mis rodillas, rodeó mi cuello con el brazo y acercó los labios a mis oídos; pero, lo que susurró no tenía nada de sensual, sino de practicismo:

-¿Quieres que se lo pregunte a tu madre? –luego, se apartó ligeramente y la voz sonó con más intensidad- O, bueno, mejor se lo preguntas tú, que para eso eres su hijo.

No lo dijo con tono de reproche, sino con el habitual que solía cuando conversábamos en los largos paseos de antaño. Hace bastante tiempo que no los damos y tengo que admitir que los echo de menos. La verdad es que ninguno de los dos tiene la culpa: cuando yo termino la jornada laboral, ella empieza la suya; bueno, empieza su segunda jornada, porque, además de impartir clases en el conservatorio de música, toca la viola en la nueva orquesta filarmónica, relativamente nueva, si tenemos en cuenta que ya ha cumplido la decena de años. Es, sobre todo, la Filarmónica lo que más tiempo nos arrebata ya que, si no están ensayando de continuo, están de gira por España, a veces por Europa. Ella está pensando en abandonar la orquesta y dedicarse exclusivamente a la docencia, sólo le ocupa la jornada matinal, no tanto porque se canse de los viajes, cuanto porque desea tener más tiempo para sus cosas. Incluso, esta semana hemos hablado sobre tener o no tener descendencia; la resolución se nos ha quedado en el aire: a ella no le disgustaría tener a un pequeñín alborotando la casa; a mí, por el contrario, no me hace mucha gracia. Esto del hijo representaría un nuevo cambio en mi vida y, lo reconozco, soy un animal de costumbres: en cuanto se me cambia una de ellas, me encuentro desorientado, por más que Soledad me ayude en el tránsito. No obstante, el tema de los hijos es distinto y tendré que considerarlo con más detenimiento.

-Si tan absorbido te tiene esa mujer, mañana mismo pasaremos por casa de tu madre; pero, ahora vámonos a la cama, que ya falta poco para que suene el despertador.

No sé si ésas fueron las palabras exactas, seguramente no, es probable que sólo fueran unas palabras aproximadas; lo único que sé es que pronunció el «mañana mismo»; claro que, no habrá ese mañana mismo, ni siquiera el siguiente. Me figuro que de forma consciente yo no ignoraba la posibilidad de que Soledad estuviera animándome a acostarme con ella y que aquello de ir «mañana mismo» a visitar a mi madre sólo era una excusa que no tenía la intención de cumplir; nada tenía que ver con ese otro tono de voz que derramaba en mis oídos cuando decía «vámonos a la cama», ese tono ante el que sucumbía con enorme placidez.

ParhelioWhere stories live. Discover now