I

4 1 0
                                    


Hoy ha sido uno de esos días en que la lluvia persistente recuerda la nadería de la que estamos hechos; desde esta mañana no ha dejado de repetirlo. Cada vez que una ráfaga de viento empujaba las gotas contra los cristales de la ventana de la habitación, yo me arrebujaba más entre las sábanas. Pero, no era cuestión de pasarse toda la mañana metido en la cama aguardando el regreso de Soledad, así que hice de tripas corazón y me destapé sin pensármelo dos veces. El frío me golpeó y me impelió a ponerme en acción, si no quería helarme allí mismo. Es cierto que con la calefacción se podría haber caldeado el cuarto, incluso toda la casa, desde una hora prudencial, o haberla dejado encendida las veinticuatro horas que dura el día; no es por ahorrar dinero, sino que de siempre he detestado ese tipo de calor y no tenemos calefacción, tan sólo un par de estufas. Digo no tenemos porque, si bien Soledad insiste todos los inviernos en convencerme para ponerla, ella también comparte el fresco y se amolda a poner un poco más de ropa. Es éste uno de mis escasos caprichos, el único en el que no transijo, al menos hasta ahora; por eso Soledad no protesta demasiado y en los pocos años que llevamos casados se va acostumbrando poco a poco a aguantar la situación. Fue la primera y última discusión que tuvimos, y apenas duró un par de minutos, y eso que ocurrió durante el segundo de los inviernos desde nuestra boda: ya se sabe que algunas parejas, sobre todo si llevan poco tiempo conviviendo, esquivan las discusiones aplazándolas para cuando ambos se hayan hecho a la idea de que su vida ya no es la misma, un giro de ciento ochenta grados. Cada uno debe ceder un poco de sí mismo al tiempo que defiende la cada vez más menguada independencia que les resta, a sabiendas que con el tiempo también estará acabará por desaparecer. Uno ya no es uno, porque, cuando piensa en algo, tiene que pensar por los dos, como si fuera el caso dual de la lengua griega, o la latina, que aprendíamos de chicos y que están ya tan maltrechas, las dos lenguas, y por ese motivo que no tenemos calefacción en vez de decir no tengo.

En fin, que antes del mediodía estaba lavado, vestido, desayunado y sentado en una silla sin saber qué hacer. Es curioso cómo alguien que se pasa años trabajando sin cesar anhela que llegue, aunque sea uno sólo, el día de asueto lejos de preocupaciones y, cuando ese día llega, no sabe qué hacer con el tiempo. A mí me ocurrió lo mismo y lo único que se me pasó por la cabeza fue ojear un álbum de fotos. No sabría explicar el porqué de aquella apetencia tan repentina de ver fotos, ni siquiera recuerdo la última vez que me hicieron una o que hice o que vi, nunca he sido muy aficionado a ellas, ni tampoco recordaba dónde Soledad, a ella sí le gustan, habría puesto el álbum o álbumes, no estaba seguro del número ni qué o quiénes encontraría en ellos.

El caso es que topé uno que mi esposa se había traído de casa de mis padres. ¿Quién puede decir si porque Soledad quería hacer que mi pasado formara parte suya o porque mi madre deseaba que su nuera pasase a formar parte del mío? Es una manía, a veces una necesidad, la de ansiar meterse en la vida del recién adquirido consorte; es como si se tratara de apoderarse de todo aquello de lo que no ha formado jamás ni podrá formar parte: el pasado.

Hojeando el álbum voy reconociendo rostros y lugares en su mayoría idos, todos ellos como mausoleos, como esos santos de mentira que pueblan las iglesias y las catedrales; en realidad, una fotografía no es sino un instante, tal vez ni eso; más bien una farsa connivente entre el fotógrafo y el fotografiado, por más que nos sea conocido el segundo, pues el primero se oculta al otro lado de su propia obra, en el lado imposible de ver.

Hay fotos en que me cuesta poner un nombre a una cara, incluso algunas me son completamente anónimas, lo que supone un estado frustrante porque una cara sin nombre es como una voz sin rostro: algo insustancial y anodino; necesitamos relacionar voz y rostro como necesitamos relacionar cara y nombre para acercarnos entre los dos. En concreto, había una fotografía, la única que no estaba pegada, sino suelta, medio metida bajo otra, como si alguien la hubiese querido esconder. Era una mujer alta y rubia, una mujer hermosa con una sonrisa forzada y unos ojos faltos de vigor. Como siempre que nos encaramos con fotografías ajenas a nuestra vida, me pregunté quién sería aquella mujer, lo mismo que todos los demás que desconocía. No son sólo papel, grabados de una máquina; son personas que tuvieron su propia vida, o aún la tienen o la tendrán, con sus penas y sus alegrías, problemas, llantos, risas. Aquella mujer, por ejemplo, de pie al lado de un jardinillo, tendría o habrá tenido sus propias frustraciones, sus esperanzas, algo que la haría única. ¿Qué le pasaría por mientes a punto de ser inmortalizada? Posiblemente ni siquiera se habría planteado que, una vez traspasada al papel, quien la contemplase, a la foto, no a ella, la vería como quien ve un cuadro, un edificio o un amasijo de hierros antes de modelar, sin advertir que lo que está viendo es una persona, un ser humano con sus anhelos, sus sueños: lo que se ve es un papel y no una mujer que tuvo un antes y un después del instante en que alguien apretó un botó y la inmortalizó; tal vez con diez segundos de antelación la hubiéramos podido contemplar discutiendo o besando al fotógrafo, puede que éste fuera un amante o un marido o un amigo, que, en tanto apretaba el botón de la cámara, pensaría en lo hermosa que estaba y que no le importaría darle un beso, o que la luz no era la más apropiada para que la foto saliera bien, o que no importaba si detrás había un jardín o un estanque o el aeropuerto de la ciudad. Lo único que podemos hacer cuando observamos una fotografía es imaginarnos una historia, seguramente ficticia, o pasar la hoja sin poner atención en lo que pasa delante nuestro.

ParhelioWhere stories live. Discover now