prólogo

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Track: xanny - Billie Eilish

Era una noche preciosa para destrozarse en mil pedazos. Y así lo hicieron los cuatro del veinte de julio.

Desde el espejo retrovisor, Paulina observaba los ojos achinados de Guido iluminarse con cada pasaje de luces delanteras de otros autos. Se oía a Charly García cantar sobre raros peinados por toda la camioneta y el aire olía a marihuana y vodka. Victoria, la copiloto, se puso el cinturón de seguridad cuando el único chico del grupo aumentó la velocidad al ritmo de la música, que sonaba al máximo en esa fría madrugada del veinte de julio.

En el asiento trasero, Aliana había terminado de quejarse por no ser la copiloto, aunque cada vez que hablaba, parecía que lo hacía en cursiva. Ahora seguía bebiendo porque estaba segura de que el cuerpo no le resistiría mucho más y, al mismo tiempo, no abandonaba la esperanza de olvidarse hasta de su apellido aquella noche en la que tenía tanto por dejar de callar. Paulina, tan preciosa que resplandecía, a su izquierda, siempre a su izquierda, observaba a Guido en secreto. Se mordía el labio mientras se repetía a sí misma que era perfecto, con el rostro teñido por la luz carmín del semáforo, al que solo obedeció por diez segundos.

El cabello negro azabache a él le caía por la frente, justo hasta las cejas; sus ojos, ahora dilatados, eran dignos de impacto y corazones rotos: extraña y bellamente grises, a veces idénticos al humo que salía de su boca cuando fumaba. Ese humo que Pauli aspiraba a su lado, como intentando que todo lo que salía de él, entrara en ella.

Era jueves y también su cumpleaños, habían salido a celebrar la vida y la amistad. Quien diría que perderían ambas el mismo día... Pero todavía no llegamos a eso.

Los cuatro, ahora estallando en una euforia de noches invernales y cumpleaños compartidos, se conocieron en el segundo año de secundaria, con sólo un poco más de trece años. Victoria, la ebria copiloto, se había mudado a esa triste ciudad desde Brasil, y la profesora de Biología (o Santa Sabrina, para ellos) juntó al cuarteto para que la chica nueva pudiera hacer amigos, aunque su español fuera muy precario todavía.

Cada uno provenía de estratos sociales muy diferentes dentro de ese salón de clases. No era algo bien visto que se llevaran tan bien: una princesa, la moza del café del centro, el payaso del fondo y la extranjera. Así no funcionaba el mundo, pero ignorando las reglas del estatus quo por primera vez en sus vidas, no les llevó más de dos horas declararse unidos para siempre. En cuanto llegaron a casa ya hasta tenían un grupo de Whatsapp. Sabían que una amistad como esa no podía ser desperdiciada, y mucho menos una simple coincidencia.

Y es que había algo en ellos que no podían ignorar ni rechazar, algo así como una oportunidad única del destino. Los unía algo raro, algo tan eterno y personal que podían compartir ridículamente: los cuatro habían nacido el mismo veinte de julio.

Ninguno olvida cómo se enloquecieron con la noticia. Decidieron que no podían volver a separarse. Olvidando por completo la clase de Biología, crearon conjeturas y extrañas teorías sobre su reunión inesperada en esta vida. La hipótesis ganadora, orgullosamente dicha por la pelinegra ahora balanceándose en el asiento trasero, Aliana, que en ese entonces leía demasiada mitología griega, afirmaba que estaban destinados a ser mejores amigos. Estaba convencida de que existía en alguna parte una profecía sobre esa particular amistad. Una especie de fortuna infortuna que las Moiras les tenían preparada.

A mi me gusta pensar que Aliana tenía razón. Pero quizá el destino solo los había cruzado para que compartieran algo más... otra cosa... algo tan grande y doloroso como la culpa.

De nuevo en el presente, los cuatro del veinte de julio viajaban a sesenta y cinco kilómetros por hora en una calle vacía, con sus cuerpos desbordantes de sustancias que quizá no debieron consumir. Ninguno parecía alarmado, aquello era algo muy habitual entre el cuarteto. Habían estrenado su primera gran borrachera durante su decimosexto cumpleaños; bebieron ron hasta que Victoria cayó inconsciente en el sofá de la casa de Aliana. Incapaces de pensar con claridad, googlearon qué hacer, ignorando que la brasileña podría haber muerto ahí mismo, pero llamar a su casa no era una opción porque nunca la volverían a ver si sus padres la encontraban en ese estado (además de que ninguno sabía hablar portugués para explicar lo que había pasado). Así que la cubrieron con una frazada, la pusieron de costado, le levantaron las piernas y le acercaron un balde a la altura de la boca. Aliana, con una jeringa robada de la farmacia de su mamá, le introdujo unas gotitas de Coca-Cola por la garganta para que le subiera la presión. Fue aterrador, el corazón les latía con fuerza, pero en quince minutos Victoria ya había despertado y podía pronunciar su nombre. Nadie en su casa se enteró de la ropa con olor nauseabundo que escondió en el fondo de su armario, hasta que pudo lavarla a solas.

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