El espectáculo comenzó en el momento en que sacó el rifle de pega y las municiones de plástico del maletero del coche, y fuimos a la cola. Una vez allí, nos separamos. Pagué mi entrada y recorrí el pabellón, siguiendo las paredes en busca de las puertas de salida, por lo que pudiese pasar.

La programación era similar a la de cualquier Expo Manga de Madrid: puestos de "merchandising" y comics, zona de videojuegos, concurso de "cosplay", karaoke en japonés sobre un escenario que también sirvió para un espectacular desfile de kimonos con el que me hinché a hacer fotos; y una segunda planta, que recogía una exposición de la ilustradora española Victoria Francés.

Se me iluminó la cara ante tanta belleza. Su estilo gótico me cautivó y fue imposible resistirme a fotografiar cada una de las láminas. Brujas, vampiros, castillos, damas oscuras, paisajes solitarios... Me impactaron las imágenes de una joven bruja rubia, el perfil de una dama llorando frente a un castillo en ruinas con una cruz gótica entre sus manos, y la ternura de una pareja en la que un vampiro intentaba convertir a su amada. Es cursi, pero qué es el arte si no es capaz de remover sentimientos.

A las ocho y media empezaron a anunciar por megafonía el cierre del pabellón, a las nueve, para que los visitantes fuesen saliendo; pero lejos de bajar, me quedé en la planta de arriba, sentada tras una columna de la pequeña galería que habían montado para la exposición de Victoria Francés. Escuché los cierres de las salidas de emergencia resonar en el recinto vacío, como en las cárceles, y las luces se fueron apagando poco a poco, hasta que sólo quedó tenuemente iluminada la galería.

Alguien subía lentamente la escalera de metal, y por el ruido de sus zapatos en el silencio, era una mujer. Cuando llegó arriba, se detuvo al principio de la galería y pensé que era el momento de salir. Dejé mi escondite y di la cara ante una dama victoriana, encorsetada en un traje rojo, y con el rostro cubierto con una máscara veneciana.

—Hola, Sonia —dijo, apuntándome con una pistola—. Acércate, muy despacio.

Hice lo que me pidió y caminé como me había dicho, al tiempo que ella también venía hacia mí; hasta que hizo que me detuviese y me apoyase en una de las paredes de la galería, junto a la imagen del rostro de una joven muerta, que sonreía dulcemente mientras un hilo de sangre resbalaba desde sus labios al escote. Sus cabellos eran pelirrojos, y estaban llenos de flores y mariposas moradas; casualmente, mi color favorito.

Me obligó a mirarla de reojo, a recrearme en aquella lámina, hasta que terminó de acercarse y sentí el cañón de la pistola en mi estómago.

—¿Crees que tendrás esa cara cuando te mate?

No sé qué aspecto tendré cuando muera, pero aún no había llegado el momento de averiguarlo. Se escuchó un disparo, que desvió su atención. Aproveché para empujarla y echar a correr hacia las escaleras, mientras me perseguía hasta que me dio alcance, me tiró al suelo y me apuntó con la pistola desde arriba.

Otro disparo impactó en su hombro y me permitió empujarla de nuevo, escaleras abajo.

—¡¿Estás bien?! —gritó Alexander desde algún lugar.

—¡Sí! —respondí, agarrada a la barandilla, porque me temblaban las piernas.

—¡Quédate donde estás!

Cuando subió a por mí, no podía moverme. Me cogió en brazos y me sacó de allí. Aún recuerdo el cuerpo inerte sobre el suelo del pabellón, con aquel vestido precioso, que el personal de Emergencias cubría con una sábana para trasladarlo. En el coche, de vuelta al hotel, no pude articular palabra. Había matado a una persona, aunque fuese accidentalmente. Sólo quería meterme en la cama y desaparecer; sin embargo, Alexander no me lo permitió.

Nos sentamos en el sofá y sin decirme nada, me acercó a él y me permitió que apoyase la cabeza en su hombro para llorar tranquilamente. Aquella noche no dormí, a pesar de los esfuerzos de mi compañero por consolarme. Luego comprendí que no lo hacía para que me sintiera mejor, porque dijo que jamás me engañaría; lo que buscaba era prepararme para lo que pudiera pasar.

—¿Qué pasaría si estuviesen a punto de matar a Adrián y tuvieses un arma?

Esa hipótesis era tan retorcida como inviable, porque eso no sucedería; pero si tuviese que matar para salvar a alguien que quiero, no me lo pensaría. Quizá no llegaría hasta el punto de matar, pero no lo dudaría.

—Pues es lo mismo que acaba de pasar —dijo, ante mi silencio—. Además, tú no la disparaste.

—¿Le mató el disparo?

—No.

—Entonces fui yo... La empujé...

—Fue en defensa propia, Sonia. Iba a matarte. Si le hubiese tenido más a tiro, te aseguro que le hubiese volado la cabeza —le miré horrorizada ante la salvajada que acababa de decir—. Si tengo que matar para mantenerte a salvo, ten por cuenta que lo haré. Es mi trabajo.

—¿A cuántas personas has matado?

—Preferiría no decírtelo.

Recordé cuando me dijo que era peligroso. Imaginé que estaba bromeando, que no es tan fiero el león como lo pintan, que era una coraza para evitar que me acercase a él; pero iba en serio.

Ni siquiera me hubiese imaginado que la munición que formaba parte del disfraz que llevó aquella tarde era de verdad. Si dormía todas las noches con una pistola escondida en uno de los cajones de la habitación, cómo podía ser tan estúpida y pensar que no la hubiese utilizado. Esa noche me dio miedo estar bajo el mismo techo que él. Claro que, ahora yo también era una asesina, y tendría que vivir con ello el resto de mi vida.

Cogí la foto de la imagen que aquella mujer me hizo mirar antes de intentar matarme y la publiqué en Instagram con el siguiente texto:

«No sé si tendré esta cara cuando muera, pero aún no ha llegado mi hora.»

—¡Despierta! ¡Vamos!

Alexander me zarandeaba. Me había quedado dormida en el sofá. Cuando abrí los ojos, estaba metiendo mi ropa en la bolsa de deporte, de cualquier manera. Tenía prisa porque nos fuéramos de allí, en mitad de la madrugada.

—¿Qué pasa? —pregunté medio dormida.

—No hay tiempo para explicaciones. Échame una mano.

Salté como un resorte y recogí el resto de mi ropa, mientras él se encargaba de los dispositivos electrónicos y de la pistola. Verla me daba repelús. Salimos de la habitación y cogimos la escalera de incendios, para llegar a la calle sin pasar por Recepción, como dos fugitivos. Dejamos las bolsas en el asiento de atrás del coche y Alexander empezó a conducir sin encender las luces.

—¿Vas a decirme qué pasa?

—La rubia del bar... —empezó a explicarme mientras conducía.

—Martina —le interrumpí, ante su sorpresa—. Yo también sé conseguir información, ¿sabes? Una botella de Moët, un par de copas y prestar atención.

—Esa noche pude averiguar que...

—Es la ayudante de Eric Meller, lo sé. Y no me hizo falta acostarme con él—no lo pude evitar, me salió del alma—. Pero me consuela saber que al menos uno de los dos disfruta con lo que hace.

—¿Algo más que deba saber?

—No.

—¡Te pusiste en peligro, joder! —dio un golpe al volante— ¡No me has dicho nada!

—¡Me dejaste sola!

Pensé que aquello no iba a ninguna parte. No podíamos vivir entre reproches, y era mejor dejarlo estar. Procuraría ser más obediente y no debería ser tan independiente. Estábamos juntos en esto, y decidí pedirle disculpas:

— Lo siento.

—Es la persona que ha intentado matarte.

:{"srtK

¿Dónde estás? (Secuestro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora