37. Calisto

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—¿Qué haces con el pijama puesto todavía? —me pregunta Pármeno cuando me descubre sentado en el sofá, desayunando regalices tan negros como mi moralidad, con una manta echada por encima y viendo una película de miedo en la tele a la que no le esto...

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—¿Qué haces con el pijama puesto todavía? —me pregunta Pármeno cuando me descubre sentado en el sofá, desayunando regalices tan negros como mi moralidad, con una manta echada por encima y viendo una película de miedo en la tele a la que no le estoy haciendo caso—. Tenemos el último examen hoy.

—No pienso presentarme. Me da igual llevar esa asignatura para septiembre. —Subo el volumen de la peli para no escuchar más a mi amigo, porque es capaz de llevarme a rastras hasta la universidad mientras me ensucio el pantalón del pijama de osos panda con las cacas y pis de perro, y se me quedan pegados los chicles que la gente puerca tira en el suelo.

También considero importante mencionar que me he puesto la sudadera desgastada, con dibujos de pokémones, de cierta persona.

—¿Eres tonto?

—Ajá.

Aumento más el volumen y, de pronto, suena el chillido insufrible de una adolescente de dieciséis años porque se acaba de encontrar a un temible payaso en el sótano de su casa, y este, al verla, le lanza un cuchillo que se le clava en el ojo. Gotas de sangre salpican hacia todos lados, incluyendo la cámara que grababa la escena.

—Qué chica más boba —comento masticando un trozo de regaliz—. ¿A quién se le ocurre bajar al sótano embrujado y preguntar si hay alguien ahí?

A mí, por ejemplo, porque esa secuencia es una analogía de mi situación sentimental con Melibeo. Yo sería la muchacha; el payaso, él y el ojo explotando, mi pobre corazón.

La pantalla del televisor se queda completamente en negro y yo frunzo el ceño, porque no sé qué ha podido pasar. Entonces, desvío la vista hacia Pármeno, que sostiene un cable con la mano.

—¿Qué demonios haces desenchufando mi tele? —le espeto, haciendo énfasis en las dos últimas palabras y lanzándole cuchillos invisibles con mi mirada, como el que se le ha incrustado en el ojo a la adolescente.

Mi amigo abandona el cable en el suelo, se acerca a mí, me arrebata la manta, los regalices y el mando a distancia, y me ordena, con expresión imponente:

—Ya puedes estar levantando el culo del sofá para arreglarte e ir a bordar ese examen.

Abrazo mis piernas y me hago un ovillo, sintiéndome pequeñito.

—No puedo. Estoy enfermo del corazón. Me comeré el manuscrito de Melibeo y moriré, como el protagonista de Cárcel de amor, que se zampó las cartas de su amada cuando ella lo rechazó.

—Tienes diez minutos para ducharte y vestirte —me dice Pármeno ignorando mi mal de amores, y desaparece del salón.

Jolín, no me apetece nada enfrentarme a este día. No tanto por el examen de hoy de Escritura Creativa (ya me he presentado a todos los que tenía de otras asignaturas este cuatrimestre), sino porque me tropezaré en el aula con cierto rubio, al que no veo desde hace dos semanas y con el que comparto esa optativa. Por si fuera poco, me ha bloqueado en las redes sociales y sólo puedo contactar con él mediante cartas. Le he dejado varias en el buzón de su domicilio, pero no quiere responderlas; también le he ido pegando pósits a su coche y los ha ignorado.

Calisto y MelibeoWhere stories live. Discover now